Una sociedad de miedos

Una sociedad de miedos

 

La sangre continúa impregnando el campo y las ciudades colombianas. En su informe 2017-2018, “La situación de los Derechos Humanos en el mundo”, Amnistía Internacional recuerda que en Colombia “[…] el conflicto armado persistía en 2017, y en algunas partes del país parecía haberse intensificado”. Y especifica: “La población civil, especialmente los pueblos indígenas, las comunidades afrodescendientes y campesinas, y los defensores y defensoras de los Derechos Humanos, seguía siendo la más afectada por el conflicto armado que aún continuaba”.

 

Más adelante redondea un cifra: “Los delitos contra 31.047 víctimas del conflicto armado se registraron por primera vez entre enero y octubre de 2017” (1).

 

La cifra no es intrascendente y, si a ella fueran sumadas las víctimas del conflicto mismo afectadas entre finales del 2017 e inicios de 2018, se incrementaría en varios cientos o miles. Víctimas desprevenidas en unos casos, como la de Flover Sapuyes Gaviria, líder social, defensor de Derechos Humanos, integrante de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam), y líder activo del movimiento Marcha Patriótica, asesinado el 23 de febrero en la vereda La Esperanza del municipio de Balboa, Cauca (2). O como la de Juan Carlos Páez, condenado por rebelión y sindicado de pertenecer al Eln, quienn luego de estar en prisión dos añoa y medio en el establecimiento de alta y mediana seguridad de Palogordo, obtuvo el beneficio de prisión domiciliaria; trasladado el día 20 de febrero por funcionarios del Inpec a su lugar de residencian en el municipio de San Pablo –sur del departamento de Bolívar– a las 8:30 a.m., en horas de la noche fue asesinado por dos sicarios (3). ¿Sabían de antemano los autores intelectuales del homicidio, y de su traslado y ubicación a su casa de familia los pistoleros? ¿Venganza? ¿Quién filtró la información?

 

Esta es una de las decenas de exguerrilleros asesinados en los últimos meses; los que estuvieron alzados en armas con las Farc registran un saldo que proyecta todo un plan de exterminio que nadie puede anticipar hasta dónde llegará, pero lo que sí es posible vaticinar es que no quedará estancado en los más de 30 asesinatos denunciados por las Farc el pasado 1º de febrero (4).

 

Da miedo el nivel de violencia en que continúa sumido el país, y da miedo asimismo la disposición para la venganza que bulle por doquier. Existe en Colombia una mentalidad de guerra que no será de fácil desmonte. Los 30,6 billones de pesos destinados en el Presupuesto General de la Nación 2018 para las Fuerzas Armadas así permiten deducirlo. 

 

Esa mentalidad de guerra cubre todo el establecimiento y se extiende como pensamiento sectario por nuestro frágil tejido social, de manera similar a lo conocido y sufrido por el país en los años 40 y 50 del siglo XX. Esa mentalidad deja claro, luego de un año y unos meses de la firma del Acuerdo Gobierno-Farc, que para llegar a un clima de paz es necesario mucho más que una firma de complacencia: economía, sociedad, cultura, etcétera, deben sufrir un cambio estructural para que así sea.

 

Es la misma mentalidad que alimenta e inspira los actos de saboteo de las manifestaciones político-electorales de las Farc. Como es conocido, la otrora insurgencia más numerosa del país, luego de firmar unos acuerdos que de una u otra manera les daban respuesta  a sus aspiraciones políticas y sociales, quedó sorprendida por el sustancial cambio, en el Congreso de la República, del espíritu del Acuerdo mismo, pero además por el deseo latente entre los sectores que por siempre han detentado el poder en el país de lincharlos –en el sentido literal de la palabra– en todos los niveles: hacerlos comer polvo. La falta de implementación de la legislación relativa a la mayoría de los puntos del acuerdo de paz, como lo recuerda Amnistía Internacional, es parte de ello (5).

 

No fuera raro que algunos de sus dirigentes amanecieran cualquier día en cárceles de los Estados Unidos o que fueran sometidos a otras situaciones extremas. La reciente sindicación de lavado de dinero, a través de las tiendas Supercundi y Merkandrea, indica claramente que les espulgarán hasta el más íntimo de sus rincones, labor que, como todos recordamos, en este país no avanza de manera exitosa sin la mano complaciente de la metrópoli, llámese FBI, CIA, DEA o cualesquiera otras de sus agencias de seguridad, y de sus aliados, Israel, Reino Unido o Francia. 

 

¿A dónde pretenden llegar quiénes están detrás de todo esto? El espíritu de venganza que bulle tras estas actuaciones gubernamentales no da para pensar menos, en un espíritu que transmite miedo, pues raya en la más ‘santa’ imagen de aquello conocido como Tradición, Familia y Propiedad, o defensa del status quo al precio que sea, con aprendizaje y disposición para que en este país nunca llegue a cuajar lo que ocurrió en El Salvador con los exguerrilleros o lo vivido por Uruguay, que según su pensar ya sería la debacle. Es notoria la disposición imperante por cerrarles el paso a los desmovilizados, bajo todo tipo de argucias y maniobras. Se trata de una resolución del poder todo, proyectada, además, con la plena indisposición de parte de ricos y poderosos por ceder así sea un pequeño porcentaje de su poder económico y político, urbano y rural. ¡Da miedo una mentalidad tan cerrada! 

 

Da miedo este país sometido a una minoría de millonarios dispuestos a seguir ahondando en privilegios, en propiciar miseria y potenciar las causas que originaron el conflicto armado, como la extensión de su mentalidad en el conjunto social: así se pudo percibir en expresiones de vecinos y propietarios de negocios aledaños a las saqueadas tiendas Supercundi y Merkandrea.

 

Preguntada una vecina de estos locales por lo que había visto, no dudó en decir: “Era un montón de gente sacando todo, papas, todo, como si fuéramos venezolanos […]. Aquí trabajamos, cada uno tiene con qué resolver lo suyo […]”. Esa respuesta deja a la luz varios aspectos sustanciales: su clasismo (¿somos mejores que “los otros”?); el desconocimiento del país real que habitamos, donde un porcentaje no despreciable de sus miembros padece desempleo o sobrevive en la informalidad y donde la inmensa mayoría no recoge lo necesario para vivir en dignidad; y el nivel de penetración logrado por el discurso sobre Venezuela, país sumido en grave crisis pero donde muchos de sus pobladores solamente ahora conocen niveles de necesidad extrema que obligan a pedir, y rebuscar en la basura y similares, como lo ha difundido la prensa oficialista u oficiosa. ¿Alguien recuerda desde cuándo vivimos tales extremos en Colombia? ¿Somos ciegos? Produce molestia que nos tapemos los ojos ante nuestro entorno, que lo neguemos, pues, como dice el refrán, “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.

 

A la vez, interrogado un comerciante aledaño a estos negocios en Bogotá, ofendido por el intento de saquear su local, no dudó en decir: “[…] señor Alcalde, señor Presidente, si esta situación les quedó grande; si no son capaces de controlar, déjenos actuar a nosotros”. Justicia por mano propia es lo que reclama este comerciante, la misma que les dio paso a las Convivir, antesala de los grupos paramilitares. Y ya sabemos el nivel de violencia que hay detrás, en medio y a los lados de todo esto; nivel de violencia potenciado por la propia actuación desde el alto Estado, como por sus fuerzas de seguridad; violencia para proteger privilegios, para ahondar el terror; para generar temor, pasividad, desconfianzas. Da miedo el miedo que potencian y la mentalidad que lograron introducir en el tejido social. Sin poder olvidar, ante todo esto, aquel otro decir del adagio popular: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”.

 

Estamos ante manifestaciones del poder y su real concreción en Colombia, aquel que padecen millones, no el adornado por los medios de información oficiosos, que ahora, en la aceptación que consigue Gustavo Petro como candidato a la Presidencia en un sector de la sociedad, permite divisar niveles de inconformidad social y deseos de cambio. Son anhelos cimentados por las pocas medidas de beneficio social que logró poner en marcha en su bloqueada administración como alcalde de Bogotá: reducción de tarifas en el transporte urbano; ampliación del cubrimiento de servicios y derechos básicos como los de salud, medio ambiente y el mínimo vital al agua; asignación al nuevo al Estado –en este caso Distrital– de funciones públicas arrebatas por el capital privado (recolección de basuras). Todo ello, de ser así, significaría que los más pobres anhelan un cambio signado en medidas concretas, más que en promesas, las que nunca tomarán cuerpo, mucho menos cuando la campaña electoral en Colombia no aborda las medidas que ciertamente ejecutará quien llegue al Ejecutivo, obligado por el capital internacional, a través de las anunciadas reformas fiscal, pensional, laboral, de la salud y otras, todas ellas dispuestas y necesarias para ahondar el poder económico y político de quienes lo controlan.

 

Hay un desborde de confianza y esperanza de cambio del régimen económico, social y político que tiene signos de similitud con la disposición de un sector social a saquear un local del que están seguros que todo se perderá si queda bajo control del Estado, como lo dijo uno de los pobladores entrevistados con ocasión de los sucesos comentados: “Nos metimos a coger las cosas, pues, si cierran el almacén, todo se perderá”.

 

La simpatía expresada con el candidato que por ahora puntea en las encuestas, tal vez en el techo de su popularidad electoral, por un lado proyecta una luz de esperanza en que no todo es apatía y sumisión en este país, como lo expresara con preocupación un importante investigador social: “[…] en Colombia, donde la apatía es de lo más brutal. Es uno de los países más apáticos, pasivos, más sumisos. ¡La gente es de una sumisión, de un aguante! No estallan. Eso no puedo entenderlo” (6). Pero, por el otro, denota que la gente, en vez de buscar una solución del conflicto histórico que nos arrinconó como uno de los países más desiguales y violentos del mundo, busca que alguien resuelva las frustraciones de una vida plagada de carencias, Busca un caudillo, delegando en él todo tipo de poderes y esperanzas. Da miedo esta decisión y sus consecuencias. El reto de un sujeto histórico, con vocación colectiva y decisión de romper todo tipo de barreras, continúa latente en Colombia.

 

Sin embargo, y, aunque la realidad esté llena de contradicciones y limitantes, la luz de cambio que proyecta el sector social que ahora permanece en la cabeza de la disputa electoral, a quien el poder y sus defensores de oficio han despreciado y maldecido desde años atrás, permite deducir que el miedo va perdiendo espacio y que, tal vez como ya lo expresó el poeta español León Felipe (1884-1968) (7), casi en silencio, con humildad, el miedo le dé paso a su opuesto:

 

Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que rueda
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas 
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una lonja,
ni piedra de una audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia;
como tú,
piedra aventurera;
como tú,
que tal vez estás hecha
sólo para una honda,
piedra pequeña
y
ligera…

1. https://www.amnesty.org/es/

2. http://www.reddhfic.org/

3. Comunicado del Colectivo de presos políticos Rafael Lombana Cabrera, cárcel de Palogordo-Girón; Movimiento nacional carcelario 

4. http://www.resumenlatinoamericano.org/2018/02/24/colombia-asesinado-preso-politico-del-eln/

5. https://colarebo.com/2018/02/01/partido-farc-denuncia-asesinato-de-cuatro-de-sus-miembros/

6. Amnistía Internacional, op. cit.

7. Huergo Jorge y Morawicki Kevin, Memoria y promesa. Conversaciones con Jesús Martín-Barbero, Editorial de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina, 2016, p. 184.

 

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