En su libro Ejercicios espirituales y filosofía antigua, el filósofo francés Pierre Hadot (1922-2010) sostiene: “Los historiadores de la filosofía no suelen prestar demasiada atención al hecho de que la filosofía antigua supone antes que nada una manera de vivir”. Para Hadot, los historiadores tradicionales de la filosofía antigua la muestran como una doctrina, como un conjunto de teorías abstractas; se preocupan más por encontrar las relaciones entre los postulados, se fijan más en su coherencia o en sus contradicciones, en lugar de leerla ante todo como una forma de vida, como un “ejercicio espiritual”. De hecho, la gran revolución de este autor experto en la filosofía griega y romana, consistió en poner de presente que esas filosofías eran un conjunto de prácticas, de ejercicios. Podemos plantear aquí dos preguntas fundamentales. La primera: ¿cómo llegó Hadot, en pleno siglo XX y después de los innumerables estudios sobre la antigüedad llevados a cabo por filósofos y filólogos de primer orden, a esta concepción nueva de la filosofía greco-romana?; la segunda: ¿en qué consiste la “filosofía como un ejercicio espiritual”?
Hadot llegó a una nueva concepción de la filosofía de la manera más inesperada: a través del filósofo austriaco (luego nacionalizado en Inglaterra) Ludwig Wittgenstein (1889-1951): “Pienso que mi idea se remonta a los años 1959-1960, cuando me dediqué a la obra de Wittgenstein”(1). En efecto, la frase de Wittgenstein al final del Tractatus (1921) según la cual “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”, y la relación que planteó entre juegos de lenguaje y “formas de vida” en sus Investigaciones filosóficas (1953), suscitó inquietudes en Hadot. En primer lugar, esa invitación a callarse frente a ciertos temas se podía interpretar como una “sabiduría silenciosa” o como la posibilidad de “dejar de lado la filosofía y adentrarse en la sabiduría” después de haber leído todo el libro; asimismo, podría significar una actitud escéptica, lo que implica el “rechazo a todo juicio de valor” para así poder vivir más sabiamente (2). Sabido es que el filósofo austriaco sostuvo que lo más importante del Tractatus era lo que no había escrito en él, lo cual daba entrada a temas como la mística y la ética, tema este último crucial en la obra de Hadot. Por otro lado, Wittgenstein le permitió ver a Hadot que el lenguaje filosófico no operaba de manera uniforme, sino que el filósofo está inmerso en “juegos de lenguaje” o en unas formas de vida, con ciertas reglas. Por eso el tema del “uso” del lenguaje tenía que ver con los contextos, de ahí que los “discursos filosóficos que encontramos en los textos” (libros, tratados, cartas, etc.) deben remitirse a los “contextos en que fueron producidos”, lo que equivale a decir que se debían remitir los textos a las condiciones concretas de vida de los antiguos. Son estos los pilares de la “filosofía como ejercicio espiritual”.
La filosofía era paideia
Pasemos a la segunda cuestion: ¿qué se entiende por “ejercicios espirituales”? el adjetivo “espiritual” abarca la totalidad del ser, del hombre. No se trata sólo de ejercicios intelectuales o físicos, sino de una concepción donde estos ejercicios no “sólo son producto del pensamiento, sino de una totalidad psíquica del individuo”, por ello comprende la imaginación, la sensibilidad, el cuidado del cuerpo, la alimentación, la introspección; “son una serie de prácticas destinadas a transformar el yo a fin de que alcance un nivel superior y una perspectiva universal” (3). Entonces, desde este punto de vista, las distintas escuelas de la antigüedad, ya sea el socratismo, el platonismo, e incluso el aristotelismo, el epicureísmo, el estoicismo, el cinismo, el neoplatonismo, etc., deben verse como escuelas de vida que enseñan un “modo de vida, un arte de vivir, una manera de ser”. Esto quiere decir que la filosofía no es principalmente una actividad teórica o reflexión abstracta sin relación con la existencia, mera enseñanza o exégesis de textos, o mera lectura. No. Es “una actividad concreta”, un determinado estilo de vida que compromete la existencia entera, al ser todo. Esto quiere decir, como es obvio, que la filosofía es una práctica, es algo que nos cambia, nos transforma, nos transfigura; es una conversión, en el sentido de que da un giro a nuestro modo de ser, le da “un cambio de dirección” a nuestra cotidianidad, ya que busca producir una aptitud y un modo de obrar distinto.
Cuando se ingresaba a una escuela filosófica en la antigüedad, se ingresaba a una especie de comunidad –escuelas parecidas a sectas religiosas, “ya que sus miembros se comprometían con una ética y una forma de vida muy concretas” (4). En este caso, la persona decidía optar por una manera determinada de vivir. Antes que la teoría o que un discurso filosófico, la vida filosófica es una opción existencial: “Originariamente se encuentra un acto de elección, una opción fundamental en favor de determinada forma de vida”. De tal manera que “el discurso filosófico se origina por tanto en una elección de vida y en una opción existencial y no a la inversa”. Y como esa opción existencial implica una “visión del mundo”, “la tarea del discurso filosófico será revelar y justificar racionalmente tanto esa opción existencial como esa representación del mundo. El discurso filosófico teórico nace, pues, de esta inicial opción existencial, y conduce de nuevo a ella”, ha dicho Hadot en su otro libro fundamental (5). Esto quiere decir que si bien se plantea –como en los estoicos– una diferencia entre el vivir filosóficamente (praxis) y el discurso filosófico (teoría o doctrina), no rechaza éste último, pues este discurso tiene como fin “transparentar la vida”, como decía María Zambrano, y por ende volver a ella. Por eso en estoicos y epicúreos el discurso filosófico, la teoría, la doctrina, toma forma en cartas, sentencias y máximas escritas por un maestro, “reglas vitales” que deben ser leídas, releídas, aprendidas o memorizadas, con el fin de llevarlas a la práctica y curar el alma. El maestro actúa como una especie de “guía espiritual” para sus alumnos. Así, pues, el discurso filosófico es fundamental para el proceso de enseñanza, pero hay que tener en cuenta que en Grecia y Roma la filosofía no tenía tanto la misión de informar, como nuestras escuelas, colegios o universidades, donde la teoría es un saber muerto que el maestro inocula al estudiante, sino que la filosofía tenía como misión formar, es decir, para decirlo con la expresión de Werner Jaeger, la filosofía era paideia.
Es importante resaltar la dimensión práctica de la filosofía en la antigüedad. Para Epicuro la filosofía era inútil si no ayudaba a curar el alma y si no se encarnaba en el individuo, si no ayudaba a transformar el yo o la relación del individuo consigo mismo, y con los demás, el cosmos y la humanidad. Si la filosofía se quedaba en la mera teoría, era como un músico que sabe leer partituras y manuales de música pero no sabe tocar o ejecutar (6) o, como aquel que escucha las prescripciones y consejos del médico, pero no los sigue. Por eso para Aristóteles el virtuoso practica virtudes éticas, el bueno actúa bien, el honrado no roba a nadie. En estos casos, como se dice popularmente, el hábito hace al monje. Lo que nos lleva a algo fundamental: “Según todas las escuelas filosóficas, la principal causa de sufrimiento, desorden e inconsciencia del hombre proviene de sus pasiones: de sus deseos desordenados, de sus temores exagerados”, de sus preocupaciones. De ahí que la “filosofía aparece en primer lugar, pues, como terapia de las pasiones” (7). Y cada escuela tiene su propio diagnóstico y su propia terapia para sanar, para curar al hombre. Cada escuela tiene su propio método, sus propias prácticas y ejercicios, por ejemplo, el diálogo en Sócrates, que cuestiona a la persona sobre lo que cree saber, que la acosa como un tábano sobre sus creencias y la lleva al conocimiento racional de lo habitual, la lleva a cuidar de sí, como diría Michel Foucault, y a conocerse así mismo. Por eso es que “la escuela del filósofo es una clínica”, decía el filósofo–esclavo Epitecto (8). Es decir, la filosofía es, como decía Cicerón, “Medicina para el alma”, una medicina que no viene de afuera, sino que el hombre mismo puede darse, es decir, auto-curarse (9).
Ejercicios espirituales o técnicas de sí
Como es bien sabido, como lo reconoció honestamente Michel Foucault, el tema de los “ejercicios espirituales” de Hadot influyó en su obra. Y si bien su lectura sobre los antiguos y la vida filosófica tiene diferencias significativas que no podemos tratar aquí, es claro que los ejercicios espirituales de Hadot y las “técnicas de sí” que teorizó el último Foucault tienen el mismo propósito: transformar la vida por medio del trabajo sobre sí mismo. Así definió el genealogista las técnicas de sí: “permiten a los individuos efectuar, solos o con la ayuda de otros, algunas operaciones sobre su cuerpo y su alma, sus pensamientos, sus conductas y su modo de ser, así como transformarse, a fin de alcanzar cierto estado de felicidad, de fuerza, de sabiduría, de perfección o de inmortalidad” (10). Podemos, entonces, asimilar aquí ambos conceptos y decir que simplemente se trata de la filosofía como terapéutica. Ahora, ¿cuáles fueron esos ejercicios espirituales de los que hablaron los antiguos greco-romanos? Veamos algunos.
En los estoicos se trata de educar al hombre en el bien posible de obtener y en el mal posible de evitar. Lo que importa es lo que depende y lo que no depende del hombre. De ahí la indiferencia de Séneca ante la muerte, pues la muerte es un suceso que no depende de nosotros, sino que, contra nuestra voluntad, llegará: “No caemos de repente en el poder de la muerte, sino que vamos a ella poco a poco: morimos todos los días, porque todos los días perdemos parte de nuestra vida, que también disminuye cuando crecemos. […] este mismo día en que nos encontramos está dividido entre la vida y la muerte” (11). Por eso Séneca recomendaba regocijar la vida “desechando el temor de que hay que perderla”. De ahí la resignación y la indiferencia respecto de las cosas que no dependen de nosotros. Y llegar a esta indiferencia implica una transformación interior, un cambio de perspectiva, un nuevo conocimiento, una manera determinada de obrar. En eso consiste la labor de la filosofía. Los estoicos (como la mayoría de la filosofía griega dice Hadot) tenían una lógica, una física y una ética, pero éstas no eran para ellos disciplinas meramente teóricas, sino que servían para pensar bien, reconocerse dentro del cosmos y en unidad con la naturaleza, y para actuar correcta y justamente, respectivamente. Igualmente, recomendaron disfrutar el presente sin atormentarse con el futuro, la rememoración de lo beneficioso, el cumplimiento de los deberes, el dominio de sí mismo y de las pasiones, la práctica de la atención como vigilancia del espíritu, la meditación, la lectura, la escucha y el estudio en profundidad, entre otras prácticas (12).
Por su parte para los epicúreos: “el sufrimiento de los hombres proviene de su temor ante cosas que no deben temerse y de su deseos de cosas que no es preciso desear… su existencia se consume en el desconcierto producido por sus temores injustificados y sus deseos insatisfechos”. Por eso para Epicuro no hay que temer a los dioses ya que estos no intervienen en el mundo, ni en la muerte; por su parte el bien es fácil de identificar y el sufrimiento (dolor) es fácil de evitar y de soportar. Estos eran sus cuatro remedios (tetrapharmakon) contra los temores injustificados del hombre. Recordemos sus palabras: “la recta convicción de que la muerte no es nada para nosotros nos hace agradable la mortalidad de la vida, no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque nos priva de un afán desmesurado de inmortalidad” (13). Esto llevaba a los epicúreos a una plena conciencia de la finitud, a valorar altamente la vida, ya que no hay dos, a valorar cada momento, cada instante. Otra manera de evitar el sufrimiento era prescindir de los deseos innecesarios, optando más bien por los necesarios y por la moderación del placer.
En Platón, como es bien sabido, la filosofía es una preparación para la muerte; el hombre debe también conservar la tranquilidad ante el infortunio, no irritarse y evitar la cólera. En suma, se trata del control de las pasiones. Es con este cúmulo de ejercicios, de prácticas, como debes “esculpir tu propia estatua”, según la expresión de Plotino (14). El arte de vivir es asimilado al arte de esculpir la propia figura, al arte de crear la “gran obra maestra” de nuestra vida, en últimas, como diría Foucault, de hacer de nuestra vida una obra de arte por medio de las prácticas de sí, de la superación y la transformación del yo, es decir, lo que podemos llamar una revolución radical vitalista por medio de la antropoiesis.
La filosofía como “forma de vida” hoy
La filosofía antigua concebida como “ejercicio espiritual”, como forma de vida, sufrió un cambio con el cristianismo. Fue con éste como se produjo una separación entre filosofía y vida, entre discurso filosófico y “arte de vivir”. En esto están de acuerdo –con algunas diferencias– Pierre Hadot y Michel Foucault. Si bien es cierto que el cristianismo incorporó prácticas de la filosofía helenístico-romana como el “examen de conciencia”, también es cierto que en la Edad Media la filosofía pasó a ser una herramienta de la teología, su sirvienta, con lo cual la filosofía se centró en temas como el lenguaje, el discurso, las “artes sermocinales”, con el fin de ayudar a la transmisión de la fe o al arte de la disputas escolásticas (disputatio). Esto llevó a qué como lo dijo el maestro Jorge Aurelio Díaz: “la filosofía, al verse descargada de la tarea ética, asumiera una actitud más teórica, más intelectual y desvinculada de la práctica, dispuesta a llevar sus experimentos con el pensamiento hasta sus últimas consecuencias” (15), es decir, a convertirse, con Francisco Suárez y con la modernidad, en sistema. Esto se debió a que en el medioevo el filósofo se hizo innecesario, y las funciones de la filosofía que tenían que ver con la existencia y la vida, fueron asumidas por el cristianismo. De ahí que la filosofía quedara relegada a áreas como la lógica, la gramática y la dialéctica.
Por otro lado, esa separación se profundizó en la modernidad con el aparecimiento de las universidades, por el auge de las disciplinas, de la especialización, en fin, por la institucionalización del saber en la ciencia, con la cual la filosofía perdió su relación con la parrhesía o el “decir veraz” y franco y logró mantener a raya el “coraje de la verdad” (16). Sin embargo, es interesante ver también, y esto es algo que resaltó más Hadot que Foucault, cómo se ha mantenido vigente, aún en el Renacimiento, la “vida filosófica” ‘a la antigua’. Basta mencionar a Erasmo de Rotterdam o a Montaigne. Por mi parte, pienso que los Ensayos de Françis Bacon también se inscriben en esta tradición, en especial, cuando rechazaba la jerga escolástica, llamaba a una filosofía activa, práctica y cuando valoraba –como los antiguos– la amistad. Bacon sostenía: “En cuanto a las pasiones y ocupaciones de la mente, evitad la envidia, los miedos angustiosos, la ira interior, las cuestiones sutiles y complicadas, las alegrías y risas excesivas, las tristezas no comunicadas” (17). ¿No encontramos aquí la misma concepción de los antiguos de la filosofía como terapia o medicina para el alma? Claro que sí.
Respecto a Montaigne es preciso decir que rechazaba la jerga filosófica, el exceso de comentarios y glosas y el hecho de que hubiera “más libros sobre libros que cualquier otra cosa”. Para Montaigne no existía la llamada “filosofía pura”, pues toda estaba referida a la vida concreta, a un objeto concreto. Para Montaigne filosofamos para aprender a vivir, para hacer de la vida nuestra “gran obra maestra” (18). En esta estela, Hadot cita las Meditaciones de Descartes, pues toda meditación así como toda contemplación es al fin y al cabo un ejercicio práctico. Digamos de paso que Foucault pensaba que con Descartes se había producido precisamente un alejamiento de la vida filosófica en favor del mero conocimiento. Hadot también sitúo en la línea de Montaigne a Kant, cuya ética eleva al hombre a la universalidad, a la vez que resalta la vida filosófica en autores como Bergson o los existencialistas.
Sin duda, la vida filosófica no murió del todo en la tradición occidental. La podemos encontrar en autores como Nietzsche, en la citada María Zambrano para quien la “filosofía es camino de vida” (19); asimismo la encontramos en obras recientes como La fuerza de existir de Michel Onfray, en “Has de cambiar tu vida” (sic) del alemán Peter Sloterdijk donde el hombre a través de las antropotécnicas se hizo a sí mismo, se esculpió por medio del ejercicio, la repetición, las prácticas, siendo atletas del propio ser, etc. Por eso el título del libro de Sloterdijk llama imperativamente a “cambiar tu vida”.
Resaltar la relación entre filosofía y existencia y hacer énfasis en “el arte de la vida” (Bauman) es importante hoy sobre todo porque la filosofía se transformó en una disciplina exclusivamente teórica y exegética, analítica, una “actividad profesoral” yerta, donde la práctica imperante es la repetición, el vampirismo y la regurgitación de contenidos, donde se impone el incesante escarbar erudito sobre los autores y las obras con el fin de encontrar incoherencias, malas lecturas o contradicciones. Así no se llega a ningún lado, ni se vive filosóficamente.
Hay que rescatar –y practicar– la sabia vital de la filosofía, hacer énfasis en la “conciencia cósmica” (Hadot) para sentirnos integrados dentro de algo mayor que nos sobrepasa: la sociedad, los otros, la naturaleza, el cosmos; rescatar, igualmente, el ideal de perfección humana y de progreso espiritual siendo conscientes –como lo eran los antiguos– de que la sabiduría hay que buscarla así no la alcancemos del todo. Tal vez así podamos contribuir a una mejor relación con el ambiente natural y producir una metamorfosis en nosotros mismos y en las relaciones con los otros.
Sin embargo, estas conversiones vitales no pueden dejar de lado las cuestiones de la geopolítica, el poder y las condiciones materiales concretas de existencia de la gente, así como el papel de los movimientos sociales, el poder popular, las alternativas de las glocalizaciones, etc., para no caer en un esteticismo vital ingenuo.
1 Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid, Siruela, 2006, p. 305.
2 Ibíd., p. 322
3 Ibíd., pp. 24 y 317.
4 Jules Evans, Filosofía para la vida, Bogotá, Grijalbo, 2013, p. 34.
5 Pierre Hadot, ¿Qué es la filosofía antigua?, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 13.
6 Ejercicios espirituales…, op. cit., pp. 238-238.
7 Ibíd., pp. 25-26.
8 Ibíd., p. 307.
9 Jules Evans, op. cit., p. 23.
10 Michel Foucault, Obras esenciales, Madrid, Paidós, 2010, p. 1071.
11 Séneca, “Cartas a Lucilio”, Epistola XXIV, textos escogidos en: Zambrano/Séneca, Madrid, Siruela, 1994, p. 224.
12 Ejercicios espirituales…, op. cit., pp. 26-27. Para los epícureos, p. 31 y ss.
13 Epicuro, Obras, Madrid, Tecnos, 2008, p. 59.
14 Ejercicios espirituales…, op. cit., p. 47.
15 Jorge Aurelio Díaz, “Filosofía para quién?, en: Ideas y valores, Nº 117, Bogotá, Universidad Nacional, 2001, p. 89.
16 Michel Foucault, El coraje de la verdad, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 247.
17 Francis Bacon, Ensayos, Buenos Aires, Aguilar, 1961, p. 138.
18 André Comte-Sponville, Montaigne y la filosofía, Barcelona, Paidós, 2009, p. 101.
19 María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, Buenos Aires, Losada, 2005, pp. 19-20.
* Profesor Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Santo Tomás. damianpachon@gmail.com
Una trampa transatlántica
S
e puede apostar a que en las próximas elecciones europeas se va a hablar mucho menos de este tema que de la cantidad de expulsiones de inmigrantes clandestinos o de la (supuesta) enseñanza de la “teoría del género” en el colegio. ¿De qué se trata? Del Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI), que va a afectar a ochocientos millones de habitantes con alto poder adquisitivo y casi la mitad de la riqueza mundial (1). La Comisión Europea negocia este tratado de libre comercio con Washington en nombre de los veintiocho Estados de la Unión; el Parlamento europeo que se elegirá en mayo deberá ratificarlo. Todavía no hay nada cerrado, pero el 11 de febrero pasado, durante su visita de Estado a Washington, el presidente francés François Hollande propuso apurar el paso: “Ir rápido va a ser lo mejor. Si no, sabemos que se van a acumular los miedos, las amenazas, las crispaciones”.
¿”Ir rápido va a ser lo mejor”? En este asunto, lo importante es más bien parar un poco las máquinas de liberalizar y los lobbies industriales (estadounidenses, pero también europeos) que las inspiran. Más aún si se considera que los términos del mandato de negociación confiado a los comisarios de Bruselas se los ocultaron a los parlamentarios del viejo continente, mientras que la estrategia comercial de la Unión (en el caso de que haya una, más allá de la recitación de los breviarios del laissez-faire) ya no tenía ningún secreto para las grandes orejas estadounidenses de la National Security Agency (NSA) (2)… Semejante preocupación por el disimulo, incluso relativo, raramente anuncia buenas sorpresas. De hecho, el salto hacia adelante del libre cambio y del atlantismo podría obligar a los europeos a importar carne con hormonas, maíz genéticamente modificado, pollos lavados con cloro. Y prohibirle a los estadounidenses favorecer a sus productores locales (“Buy American Act”) cuando encaran gastos públicos para luchar contra la desocupación.
Sin embargo, el pretexto del acuerdo es el empleo. Pero, enardecidos por “estudios” que suelen estar financiados por los lobbies, los partidarios del ATCI son más locuaces acerca de los puestos de trabajo creados gracias a las exportaciones, que acerca de aquellos que se perderán a causa de las importaciones. El economista Jean-Luc Gréau recuerda no obstante que, desde hace veinticinco años, a cada nueva escalada liberal –mercado único, moneda única, mercado transatlántico– se la defendió con el pretexto de que reabsorbería el desempleo. Así, un informe de 1988, “Desafío 1992”, anunciaba que “debíamos ganar cinco o seis millones de puestos de trabajo gracias al mercado único. Sin embargo, en el momento en que se lo instauró, Europa, víctima de la recesión, perdió tres o cuatro millones…” (3).
En 1998, un Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI), ya concebido por y para las multinacionales, fue completamente destruido por la movilización popular (4). El ATCI, que retoma algunas de sus ideas más nocivas, debe correr la misma suerte.
1 Véase Lori Wallach, “Un tifón amenaza a Europa”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, diciembre de 2013.
2 Patrick Le Hyaric, diputado europeo de la Izquierda Unitaria Europea (GUE), publicó el texto integral de este mandato de negociación en su libro Dracula contre les peuples, Editions de L’Humanité, Saint-Denis, 2013.
3 Jean-Luc Gréau, “Le projet de marché transatlantique”, Fondation Res Publica, Nº 76, París, septiembre de 2013.
4 Véase Christian de Brie, “Comment l’AMI fut mis en pièces”, Le Monde diplomatique, París, diciembre de 1998.
*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Aldo Giacometti