Hoy en día enfrentamos múltiples crisis. Esa situación, en un cierto sentido, no tiene nada de nuevo ya que cada tiempo histórico padece sus males, pero en otro, encierra una novedad. Hoy entendemos que son crisis sociales y ambientales, inseparables unas de otras. Todas son graves, aunque algunas son más evidentes al volverse agudas, mientras otras son minimizadas, y unas cuantas ni siquiera son comprendidas adecuadamente. Se intentan soluciones, pero abordándolas por separado, como si fuera procesos independientes, sin atacar las causas comunes que las generan.
Lo que ocurre actualmente en la Amazonia deja en evidencia esa dramática situación: se enfrenta el riesgo de su inminente colapso. No debe entenderse que la selva desaparecerá de un día al otro o que se desvanecerán los ríos. La noción de colapso refiere a múltiples cambios que finalmente cruzan un umbral a partir del cual es imposible una marcha atrás. Se entremezclan la persistencia de la deforestación, eventos extremos debido al cambio climático, como la sequía en 2023-24, y la proliferación de enclaves mineros, petroleros o agropecuarios. La continuidad de los ecosistemas amazónicos se pierde al fragmentarse en islas, desconectadas una de otras, y atravesadas por áreas de cultivo o carreteras.
Hoy en día enfrentamos múltiples crisis. Esa situación, en un cierto sentido, no tiene nada de nuevo ya que cada tiempo histórico padece sus males, pero en otro, encierra una novedad. Hoy entendemos que son crisis sociales y ambientales, inseparables unas de otras. Todas son graves, aunque algunas son más evidentes al volverse agudas, mientras otras son minimizadas, y unas cuantas ni siquiera son comprendidas adecuadamente. Se intentan soluciones, pero abordándolas por separado, como si fuera procesos independientes, sin atacar las causas comunes que las generan.
Lo que ocurre actualmente en la Amazonia deja en evidencia esa dramática situación: se enfrenta el riesgo de su inminente colapso. No debe entenderse que la selva desaparecerá de un día al otro o que se desvanecerán los ríos. La noción de colapso refiere a múltiples cambios que finalmente cruzan un umbral a partir del cual es imposible una marcha atrás. Se entremezclan la persistencia de la deforestación, eventos extremos debido al cambio climático, como la sequía en 2023-24, y la proliferación de enclaves mineros, petroleros o agropecuarios. La continuidad de los ecosistemas amazónicos se pierde al fragmentarse en islas, desconectadas una de otras, y atravesadas por áreas de cultivo o carreteras.
El resultado de estos y otros factores es la degradación de la selva tropical, hasta que desaparece en muchos sitios para ser reemplazada por pasturas y arbustos. Ese es el colapso: la Amazonia que conocemos dejará de existir y no hay posibilidades de recuperarla.
Fracturas y fragmentaciones
Las condiciones que explican esta situación tienen una larga historia. No puede olvidarse la imposición colonial que fracturó a la Amazonia entre las posesiones españolas y las portuguesas, lo que luego derivó en su fractura actual entre ocho países y un enclave colonial francés. Al mismo tiempo, cada Estado llevó adelante estrategias de desarrollo que esencialmente se basaron en la apropiación de recursos naturales para ser exportados hacia afuera de la región. Los ejemplos conocidos van desde el boom del caucho, pasando por la llegada de las petroleras, a la diseminación de la agricultura y la ganadería, o la reciente fiebre por el oro.
Ese tipo de desarrollo implica extractivismos que fragmentan la Amazonia. Se suman áreas deforestadas por el avance agropecuario o los incendios, caminos que cortan la selva, o ríos que son destruidos por las dragas mineras. Las estimaciones más recientes indican que la minería está presente en el 17 por ciento de la superficie amazónica (sobre todo en Brasil); los bloques petroleros casi alcanzan al 10 por ciento, y la que es afectada por la agropecuaria llegaba a más de un millón y medio de kilómetros cuadrados (1). Esta fragmentación se agrava debido a que cada país amazónico compite con su vecino en atraer inversiones y promover esas exportaciones.
Los impactos de esos procesos son tanto ambientales como sociales, alimentándose mutuamente. El drama de la minería aluvial de oro lo ilustra, ya que contamina los suelos y aguas, deforesta las márgenes de los ríos, avanza por medio de la violencia y desplazamiento de comunidades indígenas, y opera gracias a redes de corrupción y criminalidad. De modo similar, se celebra la explotación petrolera, pero los poblados circundantes siguen sumergidos en la pobreza y sus condiciones de vida se agravan por los frecuentes derrames de crudo. La degradación amazónica incluso afecta otras bioregiones en el continente, ya que al encogerse la selva se modifican, por ejemplo, los regímenes de lluvia en los páramos colombianos.
Recuperando las alternativas
Desde hace más de un siglo se han implementado supuestas soluciones que van desde conexiones por carreteras a experimentar con nuevos cultivos éxoticos, todas enmarcadas en las clásicas concepciones del “desarrollo”. Se retrataba a la Amazonia como vacía, se ignoraba a sus habitantes originarios, y al mismo tiempo se sostenía que estaba repleta de recursos que debían ser explotados cuanto antes. Ese desarrollismo lejos de resolver los problemas, en realidad alimentaba las crisis, produciendo la fragmentación de la Amazonia, su inserción económica subordinada a la globalización, y las repetidas incapacidades para superar las urgencias sociales.
Por lo tanto, aprendiendo de lo sucedido, ayer y hoy, es imperioso poner en marcha alternativas que no pueden basarse, otra vez, en intentar ajustar o rectificar el desarrollo. Es más, las nociones de desarrollo occidentales, en cualquiera de sus expresiones, carecen de las capacidades para evitar el colapso. No es una cuestión de intenciones; incluso las repetidas ideas del gobierno de Gustavo Petro en Colombia de lograr un “capitalismo democrático” o “descarbonizado”, ya no son suficientes ante las urgencias amazónicas. En cambio, se requieren alternativas más enérgicas para asegurar la integridad de esa biorregión y una buena calidad de vida para sus habitantes. Por todo esto, esos cambios deben buscarse más allá de las nociones del desarrollo y del progreso.
Sin embargo, se vive la rara situación en la cual en vez de nutrir con contenidos las alternativas, se las reemplaza por la idea de transiciones, las que, a su vez, casi siempre se enfocan en cuestiones puntuales, como los cambios en las fuentes de energía. Ante esta situación rápidamente quedan en evidencia varios problemas. Entre ellos, que muchas de esas transiciones son cambios instrumentales dentro de los mismos tipos de desarrollo (por ejemplo, pasar de un tipo de energía a otro), y más allá de sus intenciones (nadie duda que deben reducirse las emisiones de gases invernadero), no ofrecen respuestas a la dinámica de fracturas y fragmentaciones en la Amazonia.
Al mismo tiempo, no se discuten las metas de transformación social y política; se agolpan planes de tránsitos sin que sea claro cuáles son sus destinos. Esta problemática se discute en detalle en el libro sobre transiciones y alternativas en la Amazonia, que Ediciones Desde Abajo publicará en Colombia (2).
Las propuestas de soluciones más conocidas son insuficientes. Pongamos por caso a los llamados a legalizar la minería informal e ilegal de oro, lo que no afecta las causas de fondo del problema como es la subordinación amazónica en ser proveedora de ese mineral a los mercados globales. Esa minería, incluso la que fuese legal, siempre implica la destrucción ambiental, destruirá el hogar de pueblos originarios, y repite la subordinación comercial de nuestros países. Otros debates, como mantener o expandir la explotación petrolera en la selva ecuatoriana o en la desembocadura del Río Amazonas en Brasil, recalan en esa misma problemática.
Bajo el desarrollo convencional, el gramo de oro o el barril de crudo tiene un valor económico muy superior al que revisten la fauna y flora de la selva intacta. Según esa mirada utilitarista, se justifica talar árboles para dar lugar al ganado o tolerar la diseminación de los extractivismos mineros y petroleros. Los indígenas y las comunidades locales son vistas como obstáculos a esa diseminación de los extractivismos, calificándolos despectivamente como culturalmente atrasados que impiden el progreso.
Todo esto invita a recuperar un horizonte de cambios que realmente ataquen el fondo de esta situación, como es esa postura utilitarista o la ciega creencia en el crecimiento económico. Felizmente existen en América Latina muchas reflexiones en ese sentido, y que incluso surgen de saberes amazónicos. Es el caso del Buen Vivir en sus sentidos originales. Esta es una noción plural, que concibe una buena vida en colectivos de humanos y no-humanos, organizados en comunidades mixtas e híbridas. Dicho de otro modo, la separación entre sociedad y naturaleza desaparece. Reivindican múltiples formas de valorar, sin estar ensimismados en criterios económicos; no aceptan que exista un único devenir histórico que obligue a nuestros países a repetir el derrotero del occidente industrializado; y mantienen prácticas de colaboración, reciprocidad y colaboración más allá de la mercantilización.
Esta noción del Buen Vivir es, al mismo tiempo, postcapitalista y postsocialista, al presentarse como una alternativa más allá de cualquiera de las versiones modernas del desarrollo. Eso la diferencia de los intentos de gobiernos e intelectuales progresistas en generar un Buen Vivir desarrollista o socialista, así como tampoco está relacionada con expresiones como las del “vivir sabroso” en Colombia. Estas versiones, en sentido estricto, siguen apostando por una nueva versión revisada del desarrollo, ilusionadas en que finalmente logrará al mismo tiempo proteger el ambiente y anular la pobreza.
Ampliando las valoraciones
Un aspecto clave en los distintos Buenos Vivires es que se reconocen valores propios en la naturaleza. Se reconoce que otras formas de vida, que no son humanas, poseen valores intrínsecos que son independientes de la utilidad para las personas o los beneficios económicos. Se podría sostener que estas son apenas reflexiones teóricas, alejadas de convertirse en alternativas concretas que solucionen los problemas amazónicos. Pero una vez más, en América Latina, se encuentran los ejemplos de cómo concretar este giro sustancial en las valoraciones.
En efecto, en 2008, Ecuador se convirtió en el primer país en el mundo en consagrar los derechos de la Naturaleza o Pachamama en su Constitución Política. Las distintas especies o sus comunidades tienen el derecho en proseguir con sus ciclos vitales. Inmediatamente se configuraron sujetos en la Naturaleza, se amplía el campo de los derechos y se redefine la justicia.
Esta innovación ecuatoriana muestra cómo es posible remontar la miopía utilitarista, y plantear alternativas, radicales pero serias, para superar las crisis en la Amazonia. Permite incorporar múltiples mecanismos para asegurar esos nuevos derechos de la Naturaleza, mejoran la gobernanza ambiental y suman otros modelos de gestión y participación. No reemplazan los clásicos derechos de las personas a un ambiente sano, sino que discurren en paralelo a éstos, fortaleciendo así las opciones para proteger el ambiente. No imponen ambientes intocados, sino que exigen que al aprovechar los recursos se proceda dentro de las capacidades de regeneración y amortiguación de la propia Naturaleza. Obligan, además, a la participación de las comunidades ya que son éstas las que permiten reconocer o delimitar a esos otros seres vivos que también son sujetos (3).
Esta nueva concepción está dando sus primeros pasos. Por ejemplo, en Ecuador, en 2022, la Corte Constitucional falló a favor del pueblo A’i Cofán de Sinangoe, indicando que las concesiones mineras en sus territorios vulneraron tanto sus derechos colectivos como los derechos de los ecosistemas. En Perú, en 2024, el Poder Judicial reconoció al río Marañón como sujeto de derechos, tras una demanda presentada por mujeres del pueblo Kukama, afectadas por los constantes derrames del Oleoducto Norperuano. No solamente se afirmó el derecho del río a fluir sin obstáculos y a estar libre de contaminación, sino que además se designaron a las comunidades indígenas como sus cuidadores y representantes legales.
Colombia no ha estado ajena a estos cambios. Es muy conocido el reconocimiento del Río Atrato como sujeto de derechos, según una sentencia de la Corte Constitucional en 2016. Un poco después, en 2018, la Corte Suprema de Justicia reconoció a la Amazonía como sujeto de derechos, en respuesta a una tutela interpuesta por jóvenes preocupados por el cambio climático y la creciente deforestación. La Corte Constitucional, en 2025, avanzó en el mismo sentido señalando que debían protegerse los derechos fundamentales de los pueblos indígenas del macroterritorio de los Jaguares del Yuruparí frente a los impactos de la minería de oro y la contaminación por mercurio.
La urgencia de un cambio radical
El inminente colapso amazónico requiere medidas urgentes, y cada vez contamos con menos tiempo para evitarlo. Sabemos que no bastan los discursos altisonantes ni las promesas que luego se desvanecen; también comprendemos que no pueden seguir repitiéndose los mismos planes desarrollistas convencionales. Todo eso se ha intentado, pero la problemática social y ambiental no ha dejado de empeorar.
Si se abordan las raíces de estas circunstancias, aquellas que son profundas, una y otra vez se topa con advertir que se deben a concebir a la Amazonia desde la utilidad y el beneficio económico. Por lo tanto, cualquier alternativa que pretenda ser efectiva debe ser radical en el sentido de alcanzar esas raíces, para romper con ese utilitarismo.
Se vuelve indispensable cambiar las concepciones del valor. Por un lado, las personas otorgan muchos diferentes tipos de valores, y no solamente los económicos, y por el otro, se deben sumar los valores propios de la Naturaleza. En el primer caso, es necesario superar el reduccionismo ensimismado en los valores económicos (expresados como utilidad, uso o cambio), sin negarlos, pero recuperando muchos otros, como pueden ser los históricos, religiosos, estéticos o afectivos ante lo que nos rodea. En el segundo caso, el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza marca el camino a seguir.
Estos otros entendimientos del valor deberían ser componentes centrales al elaborar alternativas, y a partir de éstas, en diseñar las transiciones para alcanzarlas. Deberán articularse con otros componentes, como pueden ser transformaciones económicas y productivas para desmontar, paso a paso, la dependencia extractivista y así reconectar los espacios amazónicos que hoy están fragmentados. En ese terreno también existen muchos ejemplos a seguir, tales como apostar a otros sectores productivos que aseguren empleo y sostengan las economías, y que operen dentro de las capacidades ecológicas amazónicas. Pero sean estos u otros caminos, todos ellos parten de la radicalidad de aceptar el valor de la vida de todos los seres.
- Amazonía bajo presión 2020, RAISG e Instituto Socioambiental, São Paulo, 2020.
- E. Gudynas, Amazonia. Transiciones y alternativas antes del colapso. Desde Abajo, Bogotá, 2025.
- D. Montalván Zambrano. “El derecho ecológico frente a los límites del derecho antropocéntrico”. Revista De Estudios Políticos 204: 61–93, Madrid, 2024.
*Eduardo Gudynas, Centro de Documentación e Información Bolivia (CEDIB).
**Digno Montalván Zambrano, Grupo de Investigación sobre Derecho y Justicia, Universidad Carlos III de Madrid.
La defensa internacional de los territorios y la naturaleza
Desde el corazón de la Amazonía, los pueblos indígenas han luchado por hacer oír su voz, enfrentando el olvido, la marginación, e incluso la persecución de los gobiernos. Actuando más allá de los Estados, buscando justicia en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. De hecho, el primer caso ambiental tramitado en ese espacio fue presentado en 1980 por las violaciones sufridas por el pueblo Yanomami en la Amazonia de Brasil, frente al avance de la minería, en especial la invasión de sus territorios por los llamados garimpeiros (mineros informales e ilegales). Desde entonces, se han sumado más de 20 sentencias emitidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) desde el 2001 sobre derechos ambientales y pueblos indígenas.
Algunos casos son emblemáticos. Entre ellos, la demanda del pueblo Sarayaku contra Ecuador, en 2012 responsabilizó al Estado por autorizar la exploración petrolera sin consulta previa. En 2024, se falló a favor de los pueblos Tagaeri y Taromenane, también contra Ecuador, resultando en exigencias de protección reforzada para los pueblos indígenas en aislamiento voluntario, cuya supervivencia depende completamente de la conservación del ecosistema amazónico.
A partir de ese tipo de casos, poco a poco se adoptaron posiciones ecocéntricas. En 2017, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), en una de sus Opiniones Consultivas, indicó que el derecho a un ambiente sano también implica proteger los “componentes del medio ambiente, tales como bosques, ríos, mares y otros, como intereses jurídicos en sí mismos, aún en ausencia de certeza o evidencia sobre el riesgo a las personas individuales”. Desde entonces, se ha declarado la vulneración de ese derecho en diversos contenciosos que involucran a pueblos indígenas y actividades extractivas, en 2020 contra Argentina, y en 2024 contra Nicaragua, Ecuador, y también Colombia (involucrando al pueblo U’wa).
La reciente Opinión Consultiva sobre Emergencia Climática y Derechos Humanos, emitida en julio de este año, constituye otro gran hito. En ella, la Corte IDH afirma que la crisis climática no puede abordarse sin considerar su impacto devastador sobre ecosistemas estratégicos como la Amazonía, la cual es descrita como un “sumidero de carbono crucial”. Al mismo tiempo, da cuenta que la degradación de esa bioregión y el cambio climático tienen impactos diferenciados sobre indígenas y afrodescendientes.
Desde allí reafirma a la Naturaleza como sujeto de derechos. Subraya que su protección no se deriva exclusivamente de los efectos de esa degradación sobre los seres humanos, sino que debe responder a su valor intrínseco y a su rol estructural en el equilibrio planetario. El tribunal sostiene que “el reconocimiento del derecho de la Naturaleza a mantener sus procesos ecológicos esenciales” es indispensable para un desarrollo verdaderamente sostenible y para prevenir daños irreversibles ante la triple crisis planetaria. En este sentido, la protección de la Naturaleza, es un imperativo jurídico y ético en el marco de lo que denomina como el “derecho a un clima sano”, enmarcada en una “transición justa” llama a respetar la dignidad humana y el valor intrínseco de la Naturaleza*
*Corte Interamericana de Derechos Humanos, Opinión Consultiva OC-32/25: Emergencia Climática y Derechos Humanos, https://jurisprudencia.corteidh.or.cr/es/vid/1084981967