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Lunacharski, lúcido defensor de la libertad de creación. La breve primavera del arte y la revolución

Lunacharski, lúcido defensor de la libertad de creación. La breve primavera del arte y la revolución

En los primeros años de la Revolución Rusa, el responsable de la cultura, Anatoli Lunacharski, garantizó una libertad de corrientes estéticas en el arte y la literatura que produciría logros notables. Pero luego Joseph Stalin arrasó con ella y decretó la obligatoriedad del llamado “realismo socialista”.

 

La guerra civil ya se prolonga desde hace tres años, la guerra con Polonia acaba de estallar y, como pronto dirá Lenin, Rusia está amenazada por una hambruna: tal vez haya otras urgencias que las interrogaciones estéticas, máxime cuando el analfabetismo es masivo. Sin embargo, en 1920, cuando Anatoli Lunacharski (1875-1933), Comisario del Pueblo para la Instrucción Pública, encargado en particular de lo que hoy se llamaría la cultura, pregunta “¿Qué puede aportar la revolución al arte, y qué puede aportar el arte a la revolución?” (1), el tema no parece fuera de lugar. La joven Rusia revolucionaria tiene un interés muy grande en el papel del arte. Es notable… e inquietante. Porque ¿cómo, por quién va a ser definido el arte auténticamente “de izquierda”? ¿Cuáles son los valores que deberá formular? ¿Deberá ser popular para ser legítimo? ¿Quiénes serán sus autores, “especialistas” o aficionados? Son algunas cuestiones cruciales, entre otras, cuyas respuestas están íntimamente ligadas a la definición política del arte.

Lunacharski es un político, por supuesto, un militante desde su adolescencia. Pero también es un ensayista, un dramaturgo, y quizá todavía más, es un gran crítico. Porque si bien sabe que “la crítica estética y la crítica social, en verdad, son una sola y misma cosa, o mejor, dos momentos de un mismo proceso”, nunca reduce la obra a un mensaje. No ignora que una metáfora puede llevarnos a “cantar un himno mágico a la vida, tan conmovedor, tan impactante, que la vida misma no podría cantarlo” (2)… Jamás renegará de esa comprensión íntima de la extraña especificidad del arte, donde la lógica interna del trabajo puede liberar fuerzas a las que su creador se opondría conscientemente. Es el conjunto de estas convicciones lo que va a aplicar en las respuestas que elabora, y a menudo son apasionantes. Fue un momento magnífico y tenso. Vasto, y breve: será destituido de sus funciones en 1929, pero parece haberse retirado, con prudencia o desaliento, de las batallas decisivas que agitan al Partido después de la muerte de Lenin, en 1924.

Las posturas más candentes se cristalizan alrededor del teatro: puesto que se abre una nueva era, ¿hay que aniquilar el “arte burgués” y reemplazarlo por un “arte proletario”? ¿Hay que conservar las antiguallas clásicas o encontrar las formas de la modernidad revolucionaria, crearla por y con la clase obrera? Los partidarios de dicha modernidad revolucionaria son diversos. Están primero las vanguardias, ardientes, a veces geniales, maravillosamente inquietas, y más particularmente el movimiento futurista. “En mi alma no tengo una sola cana, ni la suavidad de los ancianos”, escribía uno de sus heraldos, Vladimir Maiakovski, en el prólogo de La nube en pantalones. El primero (y último) número del Diario de los futuristas lo afirmaba, en 1918: “La revolución del contenido (socialismo, anarquismo) es impensable sin una revolución de la forma (futurismo)”. Visión radical, que exigía acabar con el mundo antiguo y sus expresiones perimidas, y aspiraba a la desaparición del divorcio entre el arte, convertido en creación permanente, y la vida. Como lo proclama el pintor y escultor Aleksandr Ródchenko en 1921, “abajo el arte como medio de huir de una vida que no vale la pena de ser vivida. La vida consciente y organizada, que puede ver y construir, eso es el arte moderno”.

 

Una fragua de ideas

 

Pero los futuristas no son los únicos que buscan un arte revolucionario. Ése es también el proyecto del Proletkult, “vasto aparato autónomo de cultura popular, supervisado por militantes comunistas”, cuyo objetivo es promover “una cultura dominada por los principios específicos de la condición proletaria” (3). En consecuencia, es importante dar a los proletarios los medios de producir esa cultura, y reemplazar la ficción por la realidad inmediata. El Proletkult abrió secciones especializadas en teatro, poesía, arquitectura, en sus miles de clubes, y tiene un gran éxito. No carece de lazos con el futurismo. Pero también está el agit-prop, con los “overoles azules”, que en ropa de trabajo, con ayuda de carteles y máscaras, cuentan una historia instructiva, los teatros de la juventud obrera (Tram), cuyo objetivo es la educación artística de la juventud por “organizadores de cultura”… Mientras que enfrente, si cabe decirlo, los teatros clásicos, aquellos que proponen el repertorio, reciben los votos del público cultivado y, es preciso reconocerlo, de los obreros.

Lunacharski va a tener que pensar y concretar las posturas de estas tensiones, en el seno de un intenso debate ideológico que llevan a cabo no solamente Lenin y Trotski (4), sino numerosos intelectuales y militantes. En el marco de la nacionalización de los teatros, efectiva desde 1919, va a desarrollar una concepción de una gran inteligencia dialéctica, sobre un fondo de discusión con un Lenin a veces reticente a la innovación… De entrada, en 1920, afirma lo esencial: “El Estado no tiene la intención de imponer ideas revolucionarias ni sus orientaciones en materia de gusto a los artistas. Esto sólo podría dar caricaturas de arte revolucionario, porque la primera cualidad del arte verdadero es la sinceridad del artista”. Una vez planteado –y mantenido– esto, va a dedicarse a sentar las bases de un teatro que podrá ser el de la revolución, a partir de su concepción del papel de la obra: “El teatro es el reino de la alegría. […] Puede lograr hacer sentir toda la belleza indescriptible de la felicidad que está permitido obtener a los hombres”. Mejor, “puede elevar al cubo la felicidad que ya reina, y mostrarla cuando es escasa”. Esta alegría pasa también por el repertorio clásico, mal que les pese a los bardos hechos y derechos de la novedad. Porque las grandes obras siempre llevan el testimonio de una lucha hacia una vida liberada de sus impedimentos, los grandes artistas “burgueses” siempre expresan, de manera consciente o no, su discordancia con la clase dominante. Lunacharski, pues, va a defender –contra los modernistas prendados por hacer tabla rasa– el arte del pasado, incitando a retomar a los clásicos pero en una lectura libre que haga sonar lo que pueden aportar de liberador: ¡que los traicionen con felicidad!

Este punto de vista parecía corresponder con el de Lenin: “Sólo el perfecto conocimiento de la cultura creada en el curso del desarrollo de la humanidad y su transformación es lo que permitirá crear una cultura proletaria” (5). Pero si bien pretende apoyar así el “proceso de integración del proletariado en el conjunto de la cultura humana”, “fundir el impulso de clase […] con los conocimientos adquiridos por la humanidad”, Lunacharski también sabe preguntarse “¿por qué deberíamos servir a una clase, y no a la humanidad?”. Lo que lo conduce a una definición inesperada del realismo.

Él rechaza con vigor “el pequeño ‘catecismo’ marxista, totalmente ajeno a la gran sinfonía del marxismo-leninismo”, el que cree que basta con tocar La Internacional, sin perjuicio de adornarla con algunas variaciones, o con presentar “marionetas de etiqueta” –el soldado rojo, el malvado capitalista– para dar cuenta de la realidad del nuevo mundo. Y también se niega a confundir el trabajo de los aficionados, que proponen especies de manifiestos vivientes, con el teatro, que se ocupa de “mostrar una realidad más real que aquella que encontramos en la vida”. Ahora bien, para mostrarla, es importante no ser … realista, en el sentido estrecho de la palabra. Tan realista como podía serlo el teatro de Konstantín Stanislavsky, el director de Antón Chéjov, apasionadamente preocupado por el más pequeño detalle verdadero, las “fruslerías cotidianas”. Lo que Lunacharski sostiene no es el naturalismo sino un realismo que integre la hipérbole fantástica, la caricatura, lo grotesco y la libre felicidad de la actuación. Por lo menos, si el objetivo buscado es comprensible.

Ese “realismo”, trabajo formal al servicio de un gran teatro, va a encontrar su posibilidad con Vsévolod Meyerhold, entonces uno de los directores más inventivos de Europa. Meyerhold está del lado del futurismo, y a menudo se hace tratar de “izquierdista”. Lunacharski le suministra los medios, lo defiende contra la “arrogancia comunista”, discute sus “bagatelas” formalistas. Pero su puesta en escena de la primera obra soviética sobre la revolución, Misterio bufo, de Maiakovski, en 1918, con un decorado del pintor Kasimir Malévich, y la de 1921, donde los maquinistas están a la vista y el actor es un “obrero de la escena” le parecen a un Lunacharski entonces bastante aislado las primicias magníficas de lo que habría que esperar del porvenir, a pesar de su éxito limitado.

 

Tiempos sombríos

 

Así, durante algunos años se posibilitan a la vez una interconexión de las posturas de la vanguardia artística y de la vanguardia política y un examen crítico de la herencia recibida. Un proyecto que avanza bajo tensión, amenazado por el “conservadurismo pequeño burgués” de aquellos que no pueden comprender que un reaccionario como Nikolái Gogol se preste a una estética revolucionaria, como mostró Meyerhold al montar su pieza El inspector, y por el espontaneísmo de aquellos que, al idealizar y congelar el concepto de clase obrera, quieren “ir hacia el pueblo”, con el riesgo de vaciar al teatro de su papel, “suscitar la indignación o el amor a la realidad”, teniendo en cuenta que la realidad no es nada unívoca.

Lunacharski choca a veces con Lenin, negocia con el Comité de Censura (sobre todo en favor de Mijail Bulgákov), critica a León Trotski cuando Joseph Stalin está en el poder, pero ese “don Quijote”, para retomar la expresión de Varlam Shalámov, que será deportado al gulag, permite que se dibuje un “realismo” revolucionario de múltiples facetas, irreductible a la propaganda como también a desechar los antiguos criterios, alimentado por los intrépidos abordajes de los futuristas y por la ebullición de los teatros “comprometidos”, sin duda frenado por la escasez de dramaturgos de la importancia de Maiakovski.

Las divergencias y las ambigüedades que logró superar no han desaparecido. En 1932, un decreto del Comité Central del Partido Comunista disuelve todas las agrupaciones de artistas y escritores que existen en la Unión Soviética e instituye sindicatos únicos. En 1934, Andrei Zhdánov, en el primer Congreso de los escritores, postula que la literatura revolucionaria va a asignar a los autores la misión de “representar la realidad en su desarrollo revolucionario”, y les impone “una tarea de transformación ideológica y educativa de los trabajadores en el espíritu del socialismo”. Así, el realismo socialista nace por decreto. Trotski fue expulsado en 1929. Maiakovski se suicidó en 1930. En el mismo momento, Meyerhold comienza a padecer numerosos ataques, y finalmente será ejecutado en 1940. Lunacharski muere en 1933. Antaño, Maiakovski escribía:

 

¿Quién es más aquí?
¿El poeta o el técnico
que procura a los hombres
tantas ventajas prácticas?
Los dos.
Los corazones son también motores.
El alma es también fuerza motriz.
Somos iguales.
Camaradas de la clase trabajadora.
Proletarios del cuerpo y del espíritu.
Solamente unidos
solamente juntos podremos engalanar
el universo… (6)

 

Lunacharski será olvidado, y sólo se acordarán de Zhdánov. 

 

1 Anatoli Vasilievitch Lunacharski, Théâtre et révolution, París, François Maspero, 1971. Salvo indicación en contrario, las citas posteriores de Lunacharski fueron extraídas de este compendio.
2 Anatoli Lunacharski, L’Esthétique soviétique contre Staline, París, Delga, 2005.
3 Claude Frioux, “Lénine, Maïakovski, le Proletkult et la révolution culturelle”, Littérature, N° 24, París, 1974.
4 Lenin, Sur l’art et la littérature, presentado por Jean-Michel Palmier, París, Union générale d’éditions (UGE), col. “10-18”, tres volúmenes, 1975-76. Véase también León Trotski, Littérature et révolution, París, UGE, 2000. [Hay versiones en castellano: Sobre literatura y arte, trad. de Miguel Lendinoz, Madrid, Editorial Júcar, 1975; Literatura y revolución, sin indicación de traductor, Caracas, Ministerio de Cultura, 2006.]
5 Lenin, op. cit.
6 Vladimir Maiakovski, Écoutez si on allume les étoiles…, París, Le Temps des cerises, 2005 [Fragmento de El poeta es un obrero tomado de internet, sin indicación de traductor. (N. del T.)].

*De la redacción de Le Monde diplomatique, París.

Traducción: Víctor Goldstein

 

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