¿Quién es el Estado?

La presencia política creciente de la extrema derecha en el mundo, y el posicionamiento mediático reciente de su visión más radical, el anarco-capitalismo, debe llevar a preguntarnos sobre qué hay detrás de la propuesta de desregulación absoluta de la sociedad. Que el primer gobierno que defiende esa propuesta tenga lugar en Argentina, una nación de Suramérica, nos retrotrae al Chile de Pinochet como experimento neoliberal ¿los poderes centrales ensayan ampliar su ofensiva contra los derechos sociales?

“El verdadero Abraham nunca está seguro de ser Abraham, pero nadie puede demostrar a los Napoleones de hospicio que no son Napoleones”.

Simone de Beauvoir

¡El Estado soy yo! Frase atribuida a Luis XIV de Francia, y pronunciada en el parlamento de París en 1655 cuando fue a imponer, a través de un Lit de Justicia –que era una figura jurídica que no hacía necesaria la aprobación de los edictos del rey por parte del órgano legislativo– el alza de los impuestos que ese parlamento buscaba rechazar. En esas circunstancias, el Estado es reducido a un individuo y personificado, como en el caso de los llamados Decretos de Necesidad y Urgencia.

Varios siglos después, en la Argentina “anarco-capitalista” de Milei, preguntar ¿quién es el Estado?, como en el título de este artículo, debe parecer a los entendidos, en muchos sentidos, un equívoco que quizá, en el mejor de los casos, debería matizarse con un interrogante como: ¿quién o quiénes están detrás del Estado? Pero, más allá de eso, y de si es correcta o no su personalización lo cierto es que, entre las cosas más discutidas, y que sin embargo siguen aún cubiertas por una muy espesa niebla conceptual, el Estado ocupa un sitial importante.

Uno de los aspectos borrosos que dificulta lo que puede o debe entenderse por Estado es el límite que marca diferencias con lo comprendido por “Gobierno”. En los llamados regímenes parlamentarios, por ejemplo, la existencia de presidente o monarca como jefe de Estado, y de Primer Ministro como “jefe de gobierno”, indica que debe tratarse de dos instancias distintas, y que los resortes del poder sobre lo decisivo parecen estar en el “gobierno” y no en el Estado, a pesar qué en el organigrama éste último aparece como de mayor jerarquía.

Pero, ese no es acá el objeto de la discusión, sino que, independientemente de esas diferencias y jerarquizaciones, el imaginario sobre el peso y la existencia misma del Estado (o del gobierno, si algunos prefieren) está enmarcado en dos visiones antagónicas en este periodo de desglobalización en el que nos encontramos. Mientras que en Estados Unidos, el presidente Joe Biden, en agosto de 2022, con el visto bueno del Senado y de la Cámara de Representantes, firmaba la ley que subsidia con 52.700 millones de dólares la fabricación de microchips en ese país, a la par que prometía como fruto de sus políticas que “el futuro se fabricará en Estados Unidos”, en el sur del continente, el chocante personaje que funge como presidente de Argentina, uno de esos Napoleones de hospicio que aparecen en nuestra tropical Latinoamérica, desafortunadamente no tan esporádicamente, gritaba en un show musical que  “El problema es malo cuando el Estado está en el medio. Por lo tanto, el problema sigue siendo el maldito Estado”, y en una entrevista posterior, afirmaba orgullosamente que “soy el topo que destruye el Estado desde adentro”, un contraste que muestra que vivimos en un universo de realidades paralelas. Mientras los países del centro capitalista buscan reforzar su mercado interno con apoyo del Estado, algunos políticos marginales buscan diluir sus sociedades en una masa amorfa sin ninguna identidad. 

Entre el nacionalismo económico al que apuntan los países dominantes en esta etapa de freno brusco que le han dado a la globalización –y en la que el papel y la defensa del Estado-nación, tanto en el discurso como en la acción ha sido de nuevo llevado al primer plano–, y la vulnerabilidad buscada y aumentada de algunos países dependientes que buscan ajustarse a las nuevas condiciones, paradójicamente, con una mayor dependencia, al abrir aún más sus economías con el endeble argumento del estímulo a la inversión extranjera, media la amenaza de una brecha aún más sideral en la que los pocos grados de autonomía que aún perviven en estos últimos sean fundidos con el triunfo definitivo de una extrema derecha ideologizada que, sin entender la coyuntura, defiende desesperadamente la adhesión sumisa a una monopolaridad –que cada vez da mayores muestras de inviabilidad–, a través de la obediencia ciega a la exigencia de la demolición incontrolada de lo poco que queda de regulación y defensa de lo propio. Lo que debe alarmar, entonces, es que no es el “Estado” lo que está en juego en los países subordinados sino la existencia misma de la nación.

De los límites de todo tipo

Los historiadores fijan la emergencia del Estado-nación moderno como resultado del Tratado de Paz de Westfalia de 1648, donde fue reconocido el principio de la integridad territorial. Sin embargo, son los Estado Unidos de América en 1776, con su independencia de Gran Bretaña, los que estructuran el primer Estado republicano, modelo sobre el que fueron construidos los Estados-nación modernos y que surge, en no poca medida, para preservar las relaciones sociales esclavistas amenazadas por la ley inglesa que prohibía la esclavitud en su territorio (1). Asegurar las peores formas de sometimiento de las clases subordinadas es, paradójicamente, lo que da lugar a la emergencia republicana moderna.

Las repúblicas hispanoamericanas, que siguieron a los Estados Unidos en la creación de sus Estados-nación, buscaron apuntalar su constitución, tanto territorial como jerárquica, sobre la base de acabar de disolver los espacios nativos parcelando y mercantilizando sus propiedades colectivas, en un indicio claro que la estructura de las unidades político-administrativas de carácter nacional no son independientes de las lógicas coloniales, como tampoco lo es el capitalismo, asunto a veces velado. Contrariamente a lo normalmente planteado, nuestras repúblicas cristalizan como una forma camaleónica de continuidad colonial. Si a la pregunta ¿quién era el Estado en la primera etapa de la independencia norteamericana?, la respuesta fuera: “los «padres fundadores» en su condición de terratenientes-esclavistas”, ¿eso no le quitaría a la pregunta que encabeza este artículo el carácter de incongruencia semántica y conceptual, que le pueda ser asignado?

Sea como sea, lo cierto es que, desde la perspectiva del Estado como fuente de la dominación de clase, independientemente de cómo se lo conciba, serían los grupos subordinados los que deberían oponerse radicalmente a su existencia, como efectivamente aparece expuesto tanto en la obra teórica de Marx, como en la política de Lenin, quien en su texto El Estado y la revolución hizo girar la discusión alrededor de la distinción entre abolición y extinción del Estado. Lenin defiende qué si el poder pasa a manos de los trabajadores, la institucionalidad nueva creada no es Estado en su sentido literal, y que con ese acto queda abolido. Argumenta, además, que cuando Marx y Engels hablaban de extinción, es decir consunción lenta, a lo que aluden es a los rezagos de cualquier tipo de organización formal con visos del pasado. Pero, tampoco es esa la discusión que acá nos ocupa, pues más allá de lo que pueda pensarse sobre la materia, desde el punto doctrinario tiene sentido proclamar y discutir sobre la abolición del Estado si el capitalismo es rechazado, pero, cuando son algunos defensores radicales del capital los que lo declaran como meta, el asunto debe por lo menos generar perplejidad, puesto que cabe preguntarse ¿puede el capitalismo funcionar sin Estado? Si como Marx sostenía, que cuando las clases sociales desaparezcan, desaparece el Estado, ¿Es posible proponer una sociedad de clases sin Estado como proclaman los anarco-capitalistas?

El Estado-nación, como organización propia del capital, es ante todo un espacio cuyas fronteras delimitan un interior donde el proceso de circulación de las mercancías puede hacerse sin restricciones, pero, a su vez, constituye una unidad que condiciona entradas y salidas de personas y cosas, como bien lo saben los migrantes. Nico Poulantzas es claro en lo del cierre: “el territorio nacional no es más que la política del cercado a nivel del Estado total y las ciudades se convierten en esas ciudades «ordenas» y «disciplinadas» …” (2). Cerco y disciplinamiento son, entonces, características fundantes de esta forma de organización territorial y político-administrativa, que además mantiene algunas lógicas generales de formas estatales del pasado, como ser una institución que centraliza una parte del excedente, en esencia para la construcción de obras de infraestructura de gran dimensión –como es el caso en imperios antiguos como el egipcio o el romano– y para la defensa y la seguridad internas.

Este tipo de construcciones, en la actualidad, constituyen el capital fijo territorial (vías, puentes, presas, puertos etcétera) que por más que sea realizado por empresas privadas, como de hecho ha sucedido desde los ochenta del siglo pasado, la necesidad de una circulación expedita de mercancías –por ser un proceso sustantivo en el capitalismo–, inviabiliza la privatización de una parte importante de ese contingente, por ser necesariamente espacio público. Privatizarlo completamente es inconveniente para la existencia misma del mercado, por lo que el origen de los recursos y su propiedad tienen que ser también de origen social. Igual sucede con las fuerzas de defensa, pues si bien es cierto que los ejércitos actuales son profesionales y los mercenarios organizados en forma empresarial juegan cierto papel, dejarle a un empresario privado el control de las armas sería inaceptable para los capitalistas de los demás sectores por el desbalance de poder que eso generaría, pues nada garantiza qué, quienes monopolicen las armas, al estar guiados por la lógica de la ganancia, no acaben subordinando a los demás. Esos aspectos, por citar tan sólo dos, son para el anarco-capitalismo objeto de privatización, y a pesar de ser una pequeña secta al interior del extremismo liberal, bien vale la pena intentar repasar algunos de los argumentos que esgrimen en su discurso anti-estatista, pues hoy cuentan con un importante patrocinio del capital.

Algo de historia

La crisis del capitalismo de los años veinte del siglo pasado indujo a reflexiones sobre las razones de la inestabilidad del sistema y de la recurrencia del tipo de crisis que lo golpeaban desde los setenta del siglo XIX. El amplio control alcanzado en la producción de mercancías, apoyado en la tecnociencia y las formas organizativas tayloristas y fordistas, llevaron a centrar los análisis y las políticas en las debilidades de la regulación del consumo y, por tanto, en el “mercado”, obligando a una reformulación del liberalismo heredado de los fisiócratas y formalizado por la escuela clásica de Smith y Ricardo, que lo habían enmarcado en la liberalización y estímulo de los procesos de producción, con el lema del laissez faire, que apuntaba a la ruptura de las restricciones gremiales sobrevivientes, propias de las formas de organización de los artesanos del medioevo.

Basados en la teoría de la utilidad de Jevons, Walras y Menger, que niega que el valor este determinado por el trabajo que cuesta producir las mercancías, para asignarlo a la satisfacción que los consumidores experimentaban por las cantidades consumidas de cada bien, escenificaron la economía como un campo de los intercambios en el que todos eran propietarios que cedían aquello que abundaba y de lo que, por tanto, obtenían menor placer, para entregarlo a cambio de los bienes que les eran escasos. El problema de la economía pasó a ser, entonces, un asunto de carácter privado entre oferentes y demandantes, en el que no debía intervenir el Estado, pues debía ser resuelto por la competencia a través del mecanismo de la fijación automática de los precios. Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, dos de los defensores de esa definición de la economía, pusieron el foco en qué uno de los puntos de origen de las crisis está en la discrecionalidad del Estado para emitir dinero, puesto que eso distorsiona el proceso de formación de precios, al provocar inflación. Sobre esa base edificaron sus argumentos anti-estatistas, al extender ese tipo de razonamiento contra cualquier tipo de regulación o actuación discrecional de la institucionalidad política pues, según ellos, eso altera la competencia y, por tanto, lo que llaman el “libre” juego de la oferta y la demanda.

Esas tesis constituyeron, en la primera mitad del siglo XX, una expresión marginal de las teorías económicas defensoras del capitalismo, pues la visión del economista inglés J.M. Keynes, expuesta en 1936 en su texto Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero aboga, por lo contrario, por la regulación del Estado, pues considera que la obra pública y los estímulos para la ampliación de la demanda efectiva son el camino de las medidas contra-cíclicas para evitar las crisis. Las ideas de Keynes acabaron imponiéndose y el proceso de reconstrucción de los países del centro capitalista, luego de la carnicería humana conocida como Segunda Guerra Mundial, dio lugar al llamado Estado del Bienestar y a los Treinta Gloriosos, considerados hasta hoy, la etapa dorada del capital.

Los extremistas liberales fueron un grupo marginal desde su primera reunión en el coloquio Walter Lippmann de 1938, hasta el primer encuentro de la Sociedad Mont Pelerin en 1947, convocado por Hayek. Los defensores de una desregulación total no podían argumentar el fracaso de la intervención estatal, pues Estados Unidos y Europa Occidental mostraban el éxito de sus Estados reguladores y Rusia, como parte de la Unión Soviética fue transformada, de una nación con economía predominantemente campesina en una potencia nuclear, pionera y competidora principal en la carrera espacial, con industria pesada militar desarrollada. El keynesianismo había obtenido un doble triunfo sobre los asistentes a Mont Pelerin: un Occidente socialdemócrata que lucía el llamado Estado del Bienestar y una Unión Soviética socialista que disputaba la hegemonía mundial, basada en una fuerte intervención estatal y un keynesianismo militar.

El resurgir de los ultras  

Las grietas del sistema aparecen de nuevo en la década del setenta del siglo pasado, y tienen en la llamada crisis del petróleo su síntoma más icónico. Las debilidades de la tasa de beneficio y la llamada estanflación marcaron la necesidad de un viraje, que hizo voltear los ojos hacía las propuestas de Hayek y sus compinches, que empezaban a ser visibles, pues abogar por una minarquía (un Estado mínimo) abría la posibilidad de apropiar los activos públicos prestadores de servicios, de un lado, y del otro reducir los gastos fiscales, así como los costos asociados al trabajo mediante la desregulación de las relaciones laborales. Además, el desangre fiscal asociado a los costos del sostenimiento de la llamada “Guerra Fría”, que tuvo en la derrota de los norteamericanos en Vietnam el ejemplo más claro que esa forma de enfrentarla no era la más conveniente, dio otro puntillazo al modelo fordista, pues el reclamo sobre un mayor equilibrio fiscal con políticas de austeridad era otro de los reclamos de los ultraliberales.

El ejemplo de los libros de texto que plantea la supuesta obligación de los Estados de elegir entre cañones o mantequilla, que el keynesianismo había demostrado como falso dilema gracias al aumento tanto de la productividad como de la masa producida de mercancías, regresó con toda su fuerza y dejó en claro que, de ahí en adelante, aumentar las cañoneras implicaba recortar las porciones de mantequilla. Comenzó, entonces, el desmonte del Estado del Bienestar, y el convencimiento que el mantenimiento del pleno empleo –tan caro a los keynesianos–, también debía ser echado por la borda, así como los servicios sociales en su calidad de derecho de los trabajadores. Sobre estos recayó tanto la carga completa de los costos de recuperación del sistema como los del fortalecimiento de sus antagonistas de clase. Debe señalarse que el desmonte no fue igual en el centro que en la periferia, y que en esta última el discurso fue apropiado en su integridad con todas las consecuencias negativas para los grupos subordinados, a través de draconianas políticas de recorte social. 

El contexto del esquema argumental de los ultraliberales, y de forma particular el de la llamada Escuela Austriaca, tiene como principio central la separación radical entre economía y política, esto es, entre Estado y mercado. Separación qué además de antagónica es marcadamente maniquea como quiera que el mercado, cualquier cosa que por eso definan, es para ellos bueno por principio, mientras el Estado, igualmente indefinido, es malo en esencia. Tanto mercado como Estado, son en realidad relaciones sociales reificadas y convertidas, además, en entelequias, en fines en sí mismos, que definen para el pensamiento interesado y sus justificaciones, axiomas sociales concebidos como trascendencias: “Lo inexistente como real, lo inexistente como elemento de un régimen legítimo de verdad y falsedad, es el momento que marca el nacimiento de la bipolaridad disimétrica de la política y la economía. La política y la economía, que no son cosas que existen, ni errores, ni ilusiones, ni ideologías. Es algo que no existe y que, no obstante, está inscripto en lo real, correspondiente a un régimen de verdad que divide lo verdadero de lo falso (3), dice Foucault al respecto.

El mercado, como única forma de relación social aceptable para todos los asuntos de la vida y de la muerte, y el Estado, como un mal necesario llevado a su mínima expresión y sometido, precisamente, a las “leyes del mercado” forman, entonces, el catecismo de Hayek. Para los anarco-capitalistas, que adoptan a Hayek en cuanto a las explicaciones económicas, el Estado mínimo no es aceptado y abogan por su abolición. En su argumento no cabe, como en el caso de Engels y Lenin, el concepto de extinción o apagamiento lento, luego que la sociedad alcanza un nivel de indistinción de las clases sociales. El Estado es como una aparición maléfica que debe ser conjurada de forma inmediata.

La mistificación hecha tanto para el Estado como para el mercado puede verse de bulto cuando miramos el problema de las escalas que los geógrafos en su discusión sobre el espacio social plantean. Las ofertas y demandas de petróleo, por ejemplo, realizadas predominantemente en el escenario internacional, no son zanjadas en el espacio tranquilo y sereno del mercadillo de postres artesanales de una plaza de pueblo. Al “mercado internacional” lo rigen lógicas muy diferentes a las del “mercado interno” y el “mercado local”, por lo que debe preguntarse si los anarco-capitalistas al pensar el futuro consideran posible la eliminación de todas las fronteras y todos los Estados para un flujo universal sin restricciones. Estas reflexiones les son ajenas, excepto en consideraciones distópicas muy gruesas. Aquí, cabe parafrasear un interrogante que le hizo gastar litros de tinta a la izquierda del siglo XX sobre la viabilidad del socialismo, ¿es pensable el anarco-capitalismo en un sólo país, máxime si es un país dependiente?

En cuanto al Estado y la escala, bien vale la pena preguntarse por la división político-administrativa y la autonomía, por ejemplo, ¿qué tienen en común, como “poder ejecutivo”, el alcalde de un pequeño municipio y el presidente de una nación? Y si extendemos la escala nos encontramos con entidades multinacionales como la ONU y la Unión Europea, o multilaterales como el Banco Mundial, que conformadas por Estados hacen parte de la toma de decisiones y del control que también caben dentro de la definición de poder estatal, en el sentido más amplio de la palabra. ¿Qué puede significar dinamitar todo el poder estatal?

¿Puede creerse, entonces, que el renacer de Hayek y la exaltación de Rothbart, en los ochenta del siglo pasado fue producto de la coherencia interna lógica de su pensamiento? El discurso sobre la minarquía, o el de la abolición del Estado, fue sacado de su marginalidad por su evidente conveniencia política y la justificación de la desposesión de ciertos activos sociales acumulados. Que la formula neoliberal fuera experimentada en el Chile de la dictadura militar de Pinochet, y que Hayek fuera abiertamente simpatizante no sólo de esta dictadura sino de la instaurada en Argentina, y previamente de la de António de Oliveira Salazar en Portugal, así como del régimen del Apartheid en Suráfrica, habla a las claras de lo que está detrás de su “libertarismo”. Elon Musk, hablando del actual gobierno argentino, dijo que “deben permitirle hacer el «experimento» a Milei”, por lo que cabe preguntarse sí como en el caso del Chile de los setenta y ochenta del siglo pasado ¿lo de Argentina no es acaso un ensayo de los poderes centrales del capital, realizado en cuerpo ajeno, para deducir hasta donde puede acercarse aún más a su meta de instituir sociedades sin dersechos?

No sobra mirar con sospecha el ensayo de un “gobierno anarco-capitalista” en el sur del continente, pues la creación de “Estados fallidos” parece ser actualmente el mecanismo de control preferido para los países periféricos, probado en el pasado reciente mediante la destrucción a bombazos de Irak, Afganistán, libia y Siria, entre los casos más conocidos. Surge entonces la inquietud de si esa modalidad piensa ser reemplazada por la entronización en los países dependientes de napoleones de hospicio para que, bajo la invocación de Hayek y Rothbard, destruyan el de por sí frágil tejido productivo, lo poco de creación científica y técnica alcanzada y el endeble apoyo social a los más marginados, al compás del grito “desmontemos el maldito Estado ladrón”.

No debe concluirse de lo anterior que el asunto es el de la defensa del Estado, cualquier cosa que con ello pueda y quiere entenderse, es el del blindaje del acumulado social en términos de estructuras de interacción y solidaridad. Detrás del grito “la sociedad no existe, sólo el individuo” está escondida la negación de nuestra condición humana, pues lo que buscan es introducirnos en un mundo de fanáticos creyentes cuyo extremismo enajenado es una amenaza a la tolerancia y la diversidad.

1.  Gerald Horne, profesor de historia y estudios afroamericanos en la Universidad de Houston, llama La Contrarrevolución de 1776 aquel proceso independentista, en un libro que publicó con ese título, y en el que defiende la tesis que la declaración de independencia de Norteamérica fue realmente motivada para garantizar la continuidad de la esclavitud, que la posición inglesa ponía en peligro.

2. Nico Poulantzas, Estado, poder y socialismo, Siglo XXI, p. 124 .

3. Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica, F.C.E. p. 37.

* Integrante del Consejo de redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.

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Información adicional

Autor/a: Álvaro Sanabria Duque
País: Colombia
Región:
Fuente: Le Monde diplomatique, edición 245 julio 2024
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