Una contribución a la paz

En la prolongada y cruenta guerra colombiana, ante el poder del perpetrador y la indefensión de la víctima, los espectadores acabaron justificando el daño y atribuyendo cierta autoridad moral al perpetrador. Las víctimas tuvieron que soportar una segunda afrenta: la de poner en entredicho su honra y su buen nombre, el ser juzgadas y culpabilizadas de lo que les sucedió.  Muchas personas se pusieron del lado de quien comete el crimen y no de quien lo sufre. Estas faltas morales implicaron revictimización y fortalecieron el poder de los actores armados.

Una sociedad que culpó a las víctimas y se puso de lado de los perpetradores

Cuando decimos que amamos la vida deberíamos hacerlo con todas sus consecuencias, incluida la conciencia de la mala parte que esta incluye. No tiene mucho sentido decir que “Hasta que no se arregle Colombia, no amaré la vida”, pues con seguridad no nos va a dar tiempo para ver solucionado lo que anda mal. No sería sensato aplazar el amor que podemos sentir por la vida, la única que tenemos; hemos de asumirla con sus goces, sus trabajos, sus adversidades y con el compromiso de que hacerla mejor en lo individual y en lo colectivo. Este compromiso incluye coadyuvar, aunque sea en una porción infinitesimal, a la tarea de aminorar o erradicar males como la guerra.

Una vida libre de guerras, una vida en paz es incomparablemente mejor. ¿Cómo podemos contribuir a mejorar la vida individual y colectiva?

Ante todo, hemos de tener presente que los colombianos y colombianas no estamos condenados a vivir en guerra. Alcanzar la paz depende de nuestra voluntad; no debemos seguir siendo pasivos, como si esta dependiera del cosmos, de un dios o de alguna otra fuerza trascendental ajena a nuestra capacidad electiva y poder de decisión. La paz depende de todos, y es preciso afianzar tanto la paz política, que se acuerda “desde arriba” y se refiere al pacto político entre los dirigentes de las partes en conflicto orientado a poner fin a la confrontación armada y al retorno a la vida civil y a la esfera pública política de los combatientes, como la paz social, que se construye “desde abajo”, desde lo profundo de la sociedad y consiste en contribuir a una mejor convivencia en la vida cotidiana desechando cualquier veleidad con la violencia, siendo solidarios con las víctimas,  atrayendo los ánimos desunidos, las relaciones mutuas e intercambios mediante una interacción constructiva y transformadora de los vínculos de convivencia.

La prolongada y feroz guerra interna deja recelos y heridas muy profundas en la sociedad y ha opacado pautas básicas de comportamiento, principios morales básicos para la convivencia como el respeto a los demás, a su vida, integridad, intimidad y honra, la abstención de la violencia, el altruismo, la solidaridad y la compasión con los más débiles, los perseguidos, los que sufren la injusticia y la violencia, y el deber de no ser cómplices de la injusticia. Ha sido tan brutal la guerra y soportada tanto tiempo, que los vivos se olvidaron de los muertos y se acostumbraron a la violencia, como si fuera una fatalidad, y ven a las víctimas como un destino inevitable; las mujeres violadas, los asesinados, secuestrados, desaparecidos, desterrados fueron juzgados y condenados como si se hubiesen buscado o si se merecieran lo que les sucedió, de modo tal que los daños y el sufrimiento parecen culpa suya, y no de los victimarios. La magnitud del crimen le sirve a éste de justificación; mucha gente se consuela diciendo que algo así no habría podido pasar si las víctimas no hubieran dado algún motivo, y este equívoco algún se difumina por todos los rincones de la sociedad de manera arbitraria, impregnando los significados, los valores, los códigos de conducta y alterando los marcos culturales necesarios para la vida en común.

Ha sido muy generalizado el juzgamiento implacable de las víctimas por ser víctimas, que se expresa con frases cortas y suficientemente reveladoras como “algún motivo dio para que le pasara eso”, “algo debía”, “es un buen muerto”, “se lo buscó”, “no estaban recogiendo café”. Esta es la zona gris de la sociedad donde se refugian quienes se ponen a favor de alguna de las partes en conflicto y se identifican con quien comete el mal (el victimario) y no con quien lo sufre (la víctima).

Relata Isabel, hija de un agrónomo que trabajaba en el Occidente antioqueño y fue secuestrado durante ocho meses por guerrilleros en una “pesca milagrosa” en la vía a Urabá:

“A mi papá le salieron a la carretera guerrilleros del Frente 34 de las Farc y se lo llevaron; esa angustia de la espera duró mucho tiempo. Muchísima gente fue muy querida y nos acompañó, nos llamaban, nos visitaban, hacían cadenas de oración. Pero también supe de otra gente que dijo, “Es que él era muy ostentoso, para qué andaba en un carro tan bonito”, “Es que él dio papaya, para qué se fue por una carretera por donde sale la guerrilla”, “Es que él es muy rico y no se cuidó”, como si él tuviera la culpa y no los guerrilleros.

Yo les contestaba que no cambiaran los hechos, que los culpables eran los de las Farc y me terminaban diciendo que mi papá había provocado la situación, que no se había sabido cuidar” (Isabel, comunicación personal con Gloria María Gallego, 2 de abril de 2017).

Estas conductas y actitudes dan (o deberían darnos) mucho qué pensar: ¿qué fue del impulso moral que nos viene del otro: nuestro semejante? ¿las personas con recursos económicos no tienen derecho a transitar tranquilas por las carreteras, sin ser atacadas?

Cuenta Rubén, campesino desplazado de una vereda de Ituango (Antioquia) en 1997, que salió con lo que tenía puesto para salvar su vida y la de su familia después de que en dos meses las Farc le mataron a una hermana y las Auc a dos hermanos (coincidiendo con época de las masacres de El Aro, Santa Rita y La Granja:

“Yo en Medellín madrugaba cada día a buscar en qué ocuparme, que no era mucho lo que allá se podía hacer, porque yo soy campesino de toda la vida y lo que he hecho es sembrar fríjol, café, maíz y lidiar ganado. Tocaba una puerta y otra puerta, a donde me dijeran iba, a la Feria de Ganados para que me engancharan como vaquero, a la Mayorista a ver si me daban trabajo descargando camiones que llegaran con comida, y así por el estilo, y uno como desplazado lo que generaba era miedo y desconfianza. En más de una parte oí que así bajito decían, “¿Este viene desplazado de Ituango? Este tiene que ser guerrillero”. Usted no sabe lo que yo sentía. Entonces decidí nunca volver a contar lo que me habían hecho a mí y a mi familia para poder conseguir un trabajo; hasta que me vine por aquí a otro pueblo que queda muy lejos de mi tierra de origen, a trabajar como encargado de una finca. Aquí prácticamente nadie sabe lo que nos ocurrió, para qué, ¿para que nos juzguen?” (Rubén, comunicación personal con Gloria María Gallego, 3 de diciembre de 2019).

¿Qué fue de la interpelación que nos hacen los compatriotas, vecinos, conocidos, extraños cuando sufrían los señalamientos en las listas negras, eran acosados, asesinados, desaparecidos o condenados al destierro por grupos paramilitares en complicidad con agentes del Estado o por grupos insurgentes? ¿Qué pudo suceder en nuestra sociedad para que quienes padecieron los rigores e injusticias de esta guerra tengan que ocultar su condición de víctimas para sobrevivir y conseguir un trabajo?

Ser solidarios con las víctimas es un imperativo ético y un paso indispensable para la construcción de paz

Estas conductas no ingresan en el código penal y no constituyen delito, pero son objeto de responsabilidad moral, primero porque la justificación velada dada por los espectadores a los crímenes multiplica la afrenta de la víctima con su sentimiento de abandono y de ser puesta en duda su inocencia y la propia condición sufriente con la aprobación implícita del daño, lo cual constituye un nuevo daño moral y, por tanto, una revictimización. Segundo porque la validación de los crímenes por los miembros de la comunidad afianza a los actores armados en sus repertorios de violencia y permite que continúen tranquilamente con sus desmanes pues no tienen que temer ninguna crítica, oposición, protesta o intervención de los espectadores, y la víctima no puede esperar de ellos ninguna ayuda.

Sin esas transgresiones menores de la vida cotidiana cometidas por tantas personas que se precian de decentes, sin esa permisividad de quienes se pusieron del lado de los perpetradores y no de las víctimas no se habría producido una situación general de violencia y atrocidades masivas, ni la guerra habría perdurado y escalado a la barbarie. Esas faltas morales consistentes, como señala Jaspers, “en pequeños pero numerosos actos de negligencia, de cómoda adaptación a los hechos, de fútil justificación de lo injusto, de imperceptible fomento de lo injusto”**, alimentaron una atmósfera pública que propaga el odio, la polarización política e ideológica y posibilita la maldad y la crueldad.

Reconocer esta inversión del código ético es también reconocer que no somos mejores que los otros, y que alguna vez incurrimos en alguno de estos fallos morales que dieron pábulo a la violencia y ahondaron el sufrimiento y la orfandad de las víctimas, y enseguida pensar en la transformación de esa realidad y conectarla con pautas éticas básicas y con los deberes cívicos consagrados en la Constitución Política de 1991 que proclama en el artículo 22 que “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”: todos los seres humanos tienen el derecho fundamental a vivir sin guerras, que implica para el Estado la obligación de renunciar a la guerra y de resolver de manera pacífica los conflictos tanto internos, como internacionales (por medio del diálogo, la política, la jurisdicción, la diplomacia, la mediación, el arbitraje).

Este derecho vincula jurídicamente al Estado, a sus agentes, a las instituciones sociales y a todas las personas. No en vano el derecho a la paz es, al mismo tiempo, un «deber de obligatorio cumplimiento»: todas las personas tienen el deber de abstenerse de hacer la guerra, de hacerle apología o promoverla (ni con financiación, ni apoyo logístico, ni propaganda, ni ideologías violencias, ni discursos de odio o de justificación de las violaciones de los derechos humanos); apoyar políticas de paz y de resolución pacífica de conflictos y ayudar a que haya concordia en el ámbito social en el que actúan, lo cual implica ejercer control sobre los propios impulsos, emociones, palabras y actos en pro de la paz, abstenerse de emitir juicios ligeros y condenar a las víctimas y de buscar “motivos” para justificar los crímenes y a sus perpetradores, ser solidarios con las víctimas, reconocer los daños y sufrimientos que les han causado las partes en conflicto y obrar en procura de la reparación de las violaciones de los derechos humanos.

Es así como amando la vida e intentando hacerla mejor, en lo individual y en lo colectivo, y retomando el cumplimiento de pautas éticas y deberes cívicos harto olvidados por la familiaridad con la barbarie y la habituación a la guerra, se reconstruyen el tejido social, la paz y la democracia al reafirmar que cada ser humano, aún en las condiciones más turbulentas y trágicas, guarda la libertad de decidir quién quiere ser –espiritual y mentalmente– y de comportarse de manera adecuada conservando la dignidad y el respeto a los demás, por encima de la división política y el posicionamiento ideológico.

Revisar el pasado traumático, asumir que hemos fallado en nuestros deberes de respeto y solidaridad para con nuestros conciudadanos es un primer paso en la lucha contra la injusticia y por la paz social. Nuestra dignidad humana nos obliga. Como agentes sensibles, racionales y libres debemos y podemos concebir nuevos ideales, formas de trato humano y darnos mayores alegrías y esperanzas para hacer más habitable, pacífica, justa y democrática a Colombia. g

** K. Jaspers, El problema de la culpa. Sobre la responsabilidad política de Alemania, Barcelona, 1998, p. 55.

*  Profesora del Área de Teorías del Derecho y directora del Grupo de Investigación Justicia & Conflicto – Universidad Eafit (Medellín – Colombia).

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Información adicional

Ser solidarios con las víctimas, y no con los perpetradores:
Autor/a: Gloria María Gallego García
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Le Monde diplomatique, edición 244 junio 2024
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