Hace setenta años falleció en Niza, Francia, Henry Matisse, precursor y líder del Fauvismo, movimiento de vanguardia originado en Francia de 1904 a 1908. Recordamos con esta semblanza al gran artista.
He trabajado sin descanso durante 50 años, metido de cabeza, nunca interesado en nada más que en la organización de mi propia mente. Y las obras que surgieron de aquello tienen su trascendencia, lo que fue una suerte. Para lo demás era un inútil total”, escribe Henry Matisse sobre su entrega absoluta a la pintura. Y continúa: “Ya he cumplido mi condena”, lo que reafirma que para él la pintura era su libertad gracias al arte como destino trasformador esencial, existencial, un estallido reflexivo y sensible que invita a la duda, al desasosiego, desmorona verdades últimas o, al menos, las pone en cuestión, mostrando otras posibilidades tanto vitales como estéticas y sociales. Dicha actitud se opone a la que asume el artista cuando reduce su arte a una competencia para ganar alguna medalla o un puesto en el podio de los “vencedores”.
Para Matisse, reducir el arte a un mero concurso competidor y dedicar su técnica y esfuerzo tan solo a ganar el primer premio en una eliminatoria es volverlo un simulacro, y en sus palabras: “una especie de máquina de descerebrar”, comentando la farsa del famoso Premio de Roma en la Escuela de Bellas Artes de París. Para ello, prosigue, no se “necesita sentir, no se necesita ser un artista”. En esa concepción radicaba la fuerza de este pintor: de ir siempre en contravía de las expresiones oficiales y normativas; de estar a la intemperie como un fauve –fiera-, contra las promesas del poder. Y como buen salvaje, Matissesabía que a la mayoría de la gente le era difícil asimilar y entender su pintura ya que ésta daba origen a una nueva forma de mirar el mundo, inventando otras posibles realidades, ampliando la manera de asumir la realidad. He ahí su conquista y su fortaleza.
De modo que, con la convicción de haber marcado su propio camino estético, “siguiendo su brújula”, y de haber mantenido una idea de su meta artística, Matisse se nos muestra como un creador que va más allá de la complejidad de lo real, imponiendo nuevas miradas hacia la misma realidad, e incluso, volviéndola más compleja, dinámica, lumínica. Revelación y trascendencia poética. “Lo esencial, comentaba, es revelarse, expresar esa sensación de enamorarse perdidamente de algo; el trabajo del artista no es trasponer algo que ha visto sino expresar el impacto que el objeto ha tenido en él, en su constitución; el choque del objeto y la reacción original”.
Su autonomía e independencia lo llevó a pelear contra el arte realizado para los mercaderes, contra aquel gusto fácil de los clientes, confrontando siempre la estética de la repetición y estandarización del éxito ligero, efímero, inmediato. “Si a un pintor le importa el éxito, trabaja con solo una idea en la cabeza: agradar a la gente y vender. Pierde el apoyo de su propia conciencia y es dependiente de cómo se sientan los demás. Abandona su talento y finalmente lo pierde. Para nosotros, el problema es simple: sencillamente, el comprador no existe. Estamos trabajando para nosotros mismos”, argumentaba.
Admirador de Cézanne, en el cual veía a la más bella encarnación del arte de la pintura y el signo más alto del artista pleno. De allí que lo asumiera como ejemplo para su trabajo. Fue una gran influencia en su obra: “su pintura me parecía fresca y poderosa y las preguntas que suscitaban me daban muchísimo material”. Cézanne fue tomado por este fauve como el fundamento continuum de la pintura, la imagen del rigor, del esfuerzo, de la lucha en el lienzo, del inconformismo y la rebeldía vital y estética.
Seducido por la maravillosa magia cromática, se enamoró de los pájaros cantores y de sus múltiples colores. Compraba pájaros verdes, rojos, amarillos, obsesionado por su misterio, su ritmo, su luz y su vuelo. Así llegó a tener en sus casas toda una colección de alados colores. “Los pájaros, afirmaba, se convirtieron en una compañía para mí. Soy sedentario. No quedo con nadie y me encuentro mucho más cómodo con mis pájaros […]. En aquella época, no sé cómo aquellos colores me resultaban de gran ayuda”.
Viajó a Tahití sólo con el fin de ver su luz; desembarcó en Argelia, en Biskra y en Marruecos para pintar paisajes. “No estaba viajando, se trataba de un viaje de estudio, de trabajo”. Pasó por Tánger, por Casablanca pintando, sólo pintando. Se detuvo en España cuatro meses, vivió en Sevilla, Córdoba, Madrid. Viajó a Londres con el Ballet Ruso de Sergei Diaguilev. En Italia recorrió Florencia, Nápoles, Palermo. Llegó a Berlín donde tuvo dos exposiciones. En Múnich se bebía siete litros diarios de cerveza desde el desayuno hasta la cena. “Yo que era de vino –y nunca más de tres copas al día–, me estaba echando toda esa cerveza en el hígado y no tenía el más mínimo efecto en mí”. Fue a ver la colección de su amigo Shchukin a Moscú en 1917. “Soy tan obsesivo que necesito mostrarle al mundo todo el itinerario que he recorrido, pensando en que agradecerán el esfuerzo que he hecho, incluso si no da los frutos que esperaba”, le confesó a Pierre Courthion en una entrevista de 1941.
Viajaba no como turista, sino para habitar, captar el mundo y así ampliar el de su obra; para llenarse de la luz de otros países y, sin embargo, volvía a su amada Francia, a su añorada patria donde trabajaba sin descanso. Comenzaba su labor puntual a las ocho de la mañana. Hacía un descanso al mediodía. Después de una siesta seguía a las dos y media pintando hasta bien entrada la noche. “Yo siento las cosas a través del color. Para mí, el color es una fuerza” confesaba.
Amigo de Renoir, lo vio trabajar en la última época cuando éste sufría ya de reumatismo y le vendaban las llagas de las manos y el resto del cuerpo. Aun así, el pintor de la Provenza no perdía nunca la curiosidad, su vitalidad e impaciencia por plasmarlo todo en el lienzo. “Renoir nunca perdía tiempo. Se había prohibido a sí mismo trabajar los domingos, pero luego terminaba siempre en el estudio”. Esa fue una de sus mayores lecciones, juntó a la de ver cómo el maestro mantenía sus constantes preguntas sobre los misterios de lo real, la inquieta curiosidad y esa necesidad permanente de continuar alimentando su obra. Sí, aprendió de Renoir la esperanza que da el edificar una obra. Entonces, comprendemos sus lúcidas palabras: “una obra es un embrollo en el que uno tiene que encontrar su propio camino y no se sabe cuánto tiempo llevará […]. En pintura –o en cualquier obra artística– el objetivo es reconciliar lo irreconciliable […], es la razón por la que trabajamos toda nuestra vida y por la que queremos seguir trabajando hasta el último momento […] siempre y cuando no hayamos admitido la derrota o perdido la curiosidad, siempre y cuando no nos hayamos asentado en la rutina”.
* Poeta y ensayista colombiano.
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