Como van las tendencias del pensamiento predominante, no será extraño que en un momento próximo alguien se pregunte, ¿Y si convertimos los países en clubes? ¿O en Sociedades Anónimas que coticen en bolsa?
Los náufragos del futuro
–“A principios de los 60 el mercado empezó a comprender que el crecimiento del capital tan sólo era posible si conseguía colonizar la vida cotidiana”.
Karzys Varnelis.
En una escena de Juego de Tronos, Little finger, uno de los personajes, le dice a Lord Varys, otro personaje, que el “reino” es una historia que decidimos contarnos una y otra vez hasta que nos olvidamos de que es una mentira. Así está la democracia, así el orden mundial, así aquella historieta de la “globalización”, así estamos.
Siguiendo con la historia de los Tronos, Varys le responde que si abandonáramos la mentira se abriría ante nosotros un enorme foso, un caos al que caeríamos. Little finger observa que quizás no sea un foso, sino una escalera, aceptando lo cual podríamos pensar que se trata de una escalera por la que el mundo que compartimos sube y baja permanentemente, huyendo de una mentira para ser atraído por otra a la que la mayoría se entregará sin preguntar nada.
En el desarrollo de esa actitud, por ejemplo, el planeta humano se ha adaptado a cada nueva fase. Entre otras, desde largo tiempo nos hemos acostumbrado a sentirnos inferiores ante la exhibición de una pretensión que indica que tener ciertas nacionalidades cotiza como profesión. Profesión que impone superioridad a priori. Una superioridad que facilita imponer condiciones a otros, extraer minerales o datos privados sin pagar a cambio, bombardear a mansalva o imponer sanciones a quien se resiste. Y exhibir, con pretensión de recibir aplausos, una actitud despectiva ante los grandes y graves daños que se van dejando: el desajuste tremendo del clima, la contaminación, el plástico en los mares. Y esto mientras se fomenta el tomar conciencia de un qué puedo hacer yo, individualmente, para contribuir a un cambio significante: no dejar correr el agua cuando me limpio los dientes, dejar de comer carne, volverme vegano, sin ahondar mucho en que el calentamiento está relacionado con la cría de ganado, los cultivos industriales de soja, la forma en que se alimenta a ese ganado, las condiciones en que se lo recluye, el modo en que se los mata, los intereses de los fondos de inversión y en general de la cultura del lucro que no puede dejar de incrementarse cada día, cada semana, cada año.
Hasta un momento determinado, los relatos tenían un principio y un fin. Los libros de cuentos, las novelas, comenzaban y después de una cantidad de páginas terminaban. Los temas musicales tenían una duración de 3 o 4 minutos, las películas llegaban siempre a la palabra Fin, The End si eran de Hollywood. Y los objetivos empresariales alcanzaban el logro, y el mérito de ese logro duraba años. Ahora no. Y en el caso de la oferta de espectáculo, como mucho, se acaba la temporada de una serie y de inmediato se anuncia la siguiente. Y si es una película para público masivo, se sabe que viene parte 2, parte 9, parte 14, como El Paseo o Rápidos y Furiosos. El “entretenimiento” educa en que todo es un continuo, que solo hay que fluir sin pensar más que lo necesario para decidir qué título clickamos. Las plataformas de series y películas, igual que las de redes sociales, operan para retenernos, y como consecuencia de su éxito cada vez salimos menos de casa: si tenemos con qué comprar pedimos pizza a domicilio, cervezas, drogas recreativas, mercado, y al hacerlo dejamos un rastro digital necesario para facilitar la operación comercial. Y todo eso nos hace olvidar que el fin, el verdadero, nunca estuvo tan presente como ahora.
Pero así como no se juega fútbol con la mitad de un balón, no hay un solo responsable de la situación. Ahí estamos todos, todas, y la variedad del todes, contribuyendo a lo que está desarrollándose en el mundo, unos con mayor responsabilidad delegada por el voto o la sumisión, otros aduciendo menor participación en las decisiones. En tanto, aquello que se suponía estaba ahí para proteger al ciudadano, esto es la ley, la policía, las entidades de control, la justicia, el gobierno, se comporta en contra del ciudadano, cobrándole mayores impuestos “al valor agregado”, desligándose de cualquier tarea de protección de derechos, reprimiéndole cuando protesta, castigando su derecho a defenderse. Pero, como una larva que algún día será mariposa, frente a las fuerzas del lucro incesante que están detrás de los gobiernos, y el poder militar a su servicio, va engendrándose una nueva ira con vocación de llegar a ser la gota que colma el vaso. Porque es que, en algún momento, comienza a sospecharse, y poco a poco a comprenderse, eso que dice el australiano Jeff Sparrow: “Todo lo que temíamos acerca del comunismo, que perderíamos nuestras casas y nuestros ahorros y nos obligarían a trabajar eternamente por escasos salarios y sin tener voz en el sistema, se ha convertido en realidad bajo el capitalismo”.
Entre otras cosas, ocurrió que durante los últimos años del siglo pasado se amplió el poder de los bancos, entregándoseles el control de la economía. Y como los bancos están para sacarle el mayor dinero posible al dinero, el sistema encareció el crédito, esto es, subió las tasas de interés encareciendo el precio del dinero, lo que asfixió las promovidas iniciativas de “emprendimientos” que ilusionaron a quienes se habían quedado sin empleo. Como efecto colateral, eso hizo perder competitividad al pequeño o mediano país para exportar, así como para competir con los precios de aquellos grandes países que subvencionan su producción. Así se entregó el mercado local a los protagonistas norteamericanos, asiáticos o europeos de las economías de escala, al tiempo que se incrementaba la utilidad de los bancos en el corto plazo, y se estimulaba la especulación desestimulando la producción. Como consecuencia esta se debilitaba, agonizaba, quebraba, y el desempleo y la pobreza aumentaban.
Entonces llegó la pandemia, el aislamiento, cada uno encerrado lejos de los otros, unidos solo por esas interfaces que son las pantallas. Y surgieron voces de gente que imaginaba un gran cambio positivo cuando la situación se superara, un aterrizaje de conciencia como nunca se había visto, una sociedad solidaria, que comprendiera la necesidad del todos y no solo el interés del individuo.
Cinco años después de la pandemia, la fragilidad de estar vivos
–“Recordad, imbéciles y sagaces, libertinos y ascetas, hermosos y horribles, chiquillas de tiernos pechos, que MUERTE está escrito en todo”.
Basil Bunting
Cerraron las iglesias, más que por el virus porque el amigo imaginario de los adultos, el tal Dios, o sus autodenominados representantes en el planeta, no tenían respuesta que ofrecer, y el espacio se abrió mansamente para que cualquiera con buen verbo irrumpiera ofreciendo nuevos relatos en un templo digital, donde se presentara la novedad higiénica de rezar de uno en uno, masivamente por Zoom o por una nueva aplicación al servicio de la relación con cualquier dios. Pero como la gente esperaba más de la vacuna que de cualquier dios, o algún milagro esotérico, debajo de las puertas de los barrios humildes aparecieron volantes que ofrecían, literalmente, “Salve su vida. Soy el Anti-Virus. Vacúnese en el Barrio Belén, Centro Profesor Faraón. Sanamos Covid19 y a todos los pacientes de enfermedades incurables. Curamos el cáncer, desaparecemos la Obesidad, Leucemia, Artritis, Parquinson, Epilepsia. ¡El sistema de salud está colapsado, nosotros somos la única solución! Sin inyecciones, sin bisturí, sin químicos. Retenemos el envejecimiento con esta medicina biocósmica universal de las pirámides. Señores de la Tercera Edad Sí Se Pueden Vacunar”.
En cuanto el tema empezó a parecer más serio que una gripa común, unos países decretaron confinamiento, en tanto otros, como Gran Bretaña y Estados Unidos, optaron por el tratamiento suave, con medidas tibias, dándole prioridad a las razones de la economía antes que a las de la salud, en algunos casos aunque el virus ya había infectado a más de doscientas mil personas en 150 países, mostrando un potencial de impacto en la salud, según las más serias evaluaciones, de hasta el 80 por ciento de la población mundial. Como siguiendo aquel libreto que comentó Camus en 1947 cuando escribió La Peste: “La opinión pública es sagrada: nada de pánico, por sobre todo nada de pánico”, sin comprender que si antes la situación se explicaba con aquel mantra clintoniano de “Es la economía, estúpido”, ahora la racionalidad debía guiarse por “Es la vida, estúpido”.
Cuando más de mil millones de personas estaban confinadas en sus casas y el sistema se hundía, por un momento desapareció el discurso del libre mercado, la desregulación, la privatización hasta del agua, y se revalorizó el papel del Estado en el funcionamiento de la sociedad, imponiéndose políticas expansivas en el frente fiscal y monetario para evitar que empresas fundamentales para la sociedad quebraran, con compras de paquetes de acciones de esas empresas por parte del Estado. Y cuando empezó a escorar la bonanza de ese uno o dos por ciento de la humanidad que concentraba cada día un mayor pedazo de la riqueza circulante mientras se multiplicaba la destrucción de la naturaleza, el aire, el mar, los ríos, el equilibrio de la vida, y crecía la miseria de millones y millones, entró en crisis el discurso adverso al Estado que cuida lo social. Entonces brotaron en todos los países las voces reclamando acción a ese Estado que habían convertido en el guardián de la propiedad privada y el facilitador de la explotación de los recursos del planeta y el trabajo de la gente a través de la creciente informalidad laboral.
El avance de la pandemia a escala planeta generó desencanto social ante paradigmas que habían sido vendidos y comprados como exitosos, particularmente el del mercado como regulador de la vida económica. Y esto derivó en la revalorización de la importancia del gasto público en la sociedad, y del Estado como agente regulador de la economía, o de ciertas zonas de la economía, para decirlo con mayor precisión. También le quitó piso al discurso de achicar el déficit fiscal recortando la inversión en salud y educación y transfiriendo estas áreas al mercado y su capacidad de rentabilizarlas. Mientras esto sucedía, ocurrió también que no hubo respuesta a temas densos, sobre los que no era tan agradable pensar. Por ejemplo, la soledad de esa próxima generación que eran en ese momento los niños, sin la posibilidad de contacto presencial con amigos, con compañeros de escuela que en esa socialización descompriman la relación con los padres. Niños que escuchan las noticias en el televisor, que hacen preguntas, que ven al padre, a la madre, y su entrega al miedo, y que se enteran de la muerte de los abuelos. Que observan a la madre e imaginan la enfermedad, la posibilidad de su ausencia, el desamparo. Y esto mientras los adultos se enojan porque el niño los interrumpe, porque les pide ayuda para hacer una tarea. Adultos que no saben cómo hablar de la situación con los niños, cómo explicarles de manera que ellos puedan comprender la posibilidad de la muerte. Adultos que evaden, que tiran la pelota afuera para demorar la necesidad de respuesta, que tratan de ganar tiempo.
Dos años antes de la pandemia había crecido un 4 por ciento el número de personas con una fortuna personal superior a los 30 millones de dólares, condición cumplida por algo menos de 200.000 humanos en el planeta. Una expresión de este poder adquisitivo extremadamente alto se traducía en hechos como el del precio que se pagó en remate por una botella de whisky The Macallan 1926, adquirida por 1.300.000 euros, en tanto en la casa de remates Sotheby´s una botella de vino borgoña Romanée-Conti, cosecha 1945, era adquirida por casi medio millón de euros. En tanto, en el otro extremo de la realidad del dinero, con la pandemia se multiplicaron en el mundo las personas que de un día para otro quedaron sin empleo, sin ingresos, pero también sin rutina laboral, sin tarea, sin sentido de utilidad para sus vidas, sin tener parte en una sociedad que ha vuelto creencia el que si no ocupas un rol no existes.
Se multiplicó la pobreza, la angustia por la sobrevivencia, el rebusque sobresaltado, el solo comer una vez al día, o cada dos o tres días. Y se multiplicó el sentimiento de inutilidad, de ser estorbo, de única salida el suicidio. Millones sintiéndose en un túnel de infinita oscuridad, sufriendo la claustrofobia, sintiendo que no se metieron allí por voluntad propia, sino que las decisiones de otros los condenaron a ese camino al excluirlos de algún “algo”. Entonces acudieron al rescate emocional las redes sociales.
Un escenario alucinógeno
–“Así como los pulpos llevan la mierda dentro de la cabeza, las causas se elaboran en las cabezas y te manejan como las patas al pulpo”.
Choi Seung-Ho, Autobiografía de hielo.
Si en la sociedad del espectáculo la realidad fue reemplazada por imágenes y representaciones, aquella observación de Guy Debord, en la deriva de la revolución de las comunicaciones que significaron Internet y los teléfonos móviles, algoritmos e interfaces pasaron a ser los nuevos dioses que gobiernan la vida cotidiana en el planeta. Y en la explotación del culto a esos dioses no hay compromisos éticos ni morales, como observó Peter Sloterdijk contemplando el contexto del cinismo contemporáneo. Pero nadie lo asume siquiera desde la inquietud, ya que el miedo que produce en nosotros la incertidumbre diaria traducida en ese motivo difuso que denominamos “inseguridad” ha conducido nuestra ansiedad en dirección a desarrollar una fe total en la tecnología, que hace que busquemos protección y confiemos en objetos y sistemas. Y esperemos en la próxima generación de Alexa la posibilidad de darnos todas las respuestas que necesitamos para disfrutar alguna tranquilidad.
Ya no se necesitan grandes despliegues militares para imponer una voluntad, ni se necesita un líder carismático para encender a las masas: basta con un buen manejo de algoritmos y narrativas operando una causa que consolide sentimientos identitarios y anule la racionalidad. Como en la magia, el truco es desviar la atención de aquello que estás haciendo y actuar mientras dura la distracción, que es como decir en el lapso de tiempo en que los ojos se cierran al parpadear. Y para eso están los intersticios, los pliegues, las entre líneas, las sombras, los flashes de la política, y ahora los algoritmos y el cuento, aquel storytelling.
El poder del relato revestido de sentido común siempre ha sido contundente. En El Salvador hoy dirigido por Nayib Bukele, el dictador vegetariano Maximiliano Hernández Martínez se mantuvo en el poder 14 años con discursos como que “es un crimen más grande matar a una hormiga que a un hombre, porque el hombre al morir reencarna, mientras que la hormiga muere definitivamente”. En Antigua, el Partido de Liberación Nacional con un relato de nuevo sentido común declaró la independencia y arrendó la isla-país a la cadena de hoteles Hilton, basándose en que así se garantizaría el bienestar de la población. El creativo invento se frustró cuando Londres, la metrópoli colonial, envió una expedición de cuatrocientos policías para a) anular el contrato y b) disolver el partido.
En la manipulación emocional algorítmica que hacen las nuevas derechas y “compra” la gente votando por ellas, con frecuencia juega un papel la reivindicación nacionalista o identitaria con un relato de revancha histórica. Se alborota el orgullo nacional, racial, tribal, religioso, y se llama a reparar las injusticias del pasado proyectadas al presente. Y opera positivamente el llamado a rechazar la globalización tanto como la inmigración, ese enemigo que viene de afuera, cohesionando a la población, unificándola, convirtiéndola en manada que se autodefiende de las voces disidentes con el relato que predomina. El resultado es un eficiente despojo de nuestra capacidad de razonar antes de elegir, que aceptamos por comodidad. Así nos convertimos en sometidos digitales que creen disfrutar de una cómoda libertad, porque no quieren asumir las ásperas dificultades que trae consigo el querer elegir la libertad en la vida real.
Así como en el mundo posterior a los aviones impactándose en las torres de Nueva York aceptamos un incremento enorme de control en nombre de la seguridad, y por los mismos años nos acogimos a la pérdida de intimidad a cambio del poder exhibirnos ante el mundo y satisfacer nuestro narcisismo alcanzando unos cuantos likes a modo de aplausos, ahora estamos aceptando que el precio de la promesa de bienestar es el sometimiento al poder de las plataformas y las corporaciones que lucran con las innovaciones tecnológicas. Pero debajo de la superficie sigue presente esa ansiedad que Kierkegaard observaba como condición inherente al ser humano frente a lo desconocido que nos espera, esa incertidumbre.
En tanto las desigualdades se agudizan, y cada año es más difícil ocultar la creciente cantidad de humanidad sin función en el proyecto de las versiones actuales del capitalismo, estas se sostienen mediante un sistema de vigilancia a escala planetaria, con Estados cada vez más reducidos a sus funciones policiales de control social, un aparato represivo para neutralizar protestas e insumisiones. Y, como un mensaje para que el mundo aprenda lo que le espera, se exhibe el espectáculo de Gaza, donde con el apoyo de Estados Unidos y la indiferencia de Europa y buena parte del resto de la “comunidad de naciones”, Israel extermina a la sociedad palestina ante las cámaras de televisión del planeta.
La resonancia emocional que generan los comentarios y todo tipo de mensajes que aparecen en las redes sociales, nos brindan seguridades en el territorio del yo, dentro de una realidad donde el “nosotros”, ese colectivo, dejó de ser prioridad. Pero no podemos evitar que siga ahí, facilitando el trabajo de quien nos propone vengar los ultrajes sufridos por nuestra identidad nacional. En tanto la realidad de carne y hueso, se hunde en la indiferencia, Athena Athanasiou, en el libro de diálogos con Judith Butler, “Desposesión”, cita el caso de un jubilado griego de 77 años que el 5 de abril de 2012 se suicidó en Atenas, frente al Parlamento Helénico, en un acto de desesperación y protesta, dejando una nota justificando el acto en su “incapacidad para seguir sobreviviendo”, explicando que había elegido poner fin a su vida con dignidad antes que acabar buscando comida en la basura y convertirse en una carga para su hijo.
La impotencia de la izquierda para proponer alternativas que generen esperanza y líneas de acción transformadoras es el otro componente de la realidad contemporánea. En su lenguaje machista de caricatura, el 12 de mayo de 2018 en un mitin de la extrema derecha mexicana, la expuso Javier Milei definiendo a la izquierda como “el club de los penes cortos”, con la muy obvia celebración por parte de sus colegas. Seis años después, en octubre 2024, se realizó en Argentina una suerte de festival de la nueva derecha, con estética, luces, banda de sonido y título: Viva la Derecha Fest, proponiéndose la defensa de los valores tradicionales frente a la guerra cultural atribuida a la izquierda. Los temas de las conferencias son elocuentes: El terrorismo feminista, La farsa indigenista, El sujeto esquizo sinónimo de progresismo, al que la chilena Vanessa Kaiser definió como la plaga de la ideología de género y la del cambio climático, responsable del tener perros en lugar de hijos, así como del deseo de suicidio asistido y las luchas en favor del aborto, porque estas “profecías ecoterroristas” hacen creer que no habrá futuro. Después el peruano Miklos Lukacs afirmó que la causa principal “del declive de occidente es el progresismo” con sus “agendas arcoíris: aborto, minorías sexuales, terrorismo climático”. Un mundo en reversa, frente a la carencia de respuestas de la izquierda y una causa que crece: la desesperación.
Como un colofón, Walden Bello, autor del concepto “Desglobalización” y director ejecutivo de Focus on the Global South, pensando en quién sería capaz de dirigir la ira desatada que venía desde antes de la pandemia, y que después de la crisis económica y de empleo en desarrollo sería mayor, entrevistado por Eduardo Febbro en el diario argentino Página 12, observó: “La izquierda plantea paradigmas como decrecimiento, desglobalización, ecofeminismo, soberanía alimentaria y buen vivir (pero) desafortunadamente es la extrema derecha la que está mejor posicionada para aprovechar el descontento global porque […] los partidos de derecha radical abandonaron parte de los viejos programas neoliberales que abogaban por una mayor liberalización y menos impuestos que habían apoyado, y comenzaron a decir que estaban a favor del Estado de bienestar y de una mayor protección de la economía nacional”. Las causas que responden a la desesperación están hoy en sus manos. Y las están utilizando a favor de los intereses de unos muy pocos, y en contra de la humanidad. γ
* Periodista, fotógrafo y estratega político.

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