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Memoria histórica: clave para reforma del sector seguridad y construcción de paz

Memoria histórica: clave para reforma del sector seguridad y construcción de paz

Entre los grandes retos que enfrenta Colombia en su actual coyuntura, están los de determinar qué rol debería jugar la fuerza pública en la construcción de paz una vez Gobierno y Farc firmen un acuerdo final; y cómo debería reformarse el sector seguridad del país para enfrentar con éxito los retos de inseguridad que estarán presentes en el posacuerdo. Pese a la transcendental importancia de estos retos, el debate público sobre los mismos apenas empieza.

 

Avanzan las negociaciones entre Gobierno y Farc en La Habana. Cada día llegan nuevas informaciones sobre este proceso y sobre cómo
el país está empezando a preparase para la implementación de lo acordado. Pero aún nada o muy poco alude a la necesaria reforma del sector seguridad, la cual deberá estar en función del objetivo principal de proveerles seguridad humana y ciudadana a los colombianos en la fase del posacuerdo.

 

¿Cómo proceder en un tema tan espinoso, ya que una y otra vez el Presidente, y las propias Fuerzas Armadas, reiteran que no sean tocadas? Error. La experiencia internacional señala que si esta institución permanece incolumne el posacuerdo tendrá que sortear obstáculos que torpedearán la consolidación de lo firmado y la construcción de una paz duradera. Ahondar en la memoria histórica del conflicto armado podría aportar elementos para desprevenir a los supuestamente afectados por los cambios por concretar, además de motivar la inclusión de la sociedad en su conjunto en los cambios por propiciar.

 

En un debate tan crucial, es indispensable precisar las diferentes concepciones de seguridad que existen, a la vez que aclarar cómo se relaciona la reforma del sector seguridad con la construcción de paz; valorar el peso de la memoria histórica en este proceso también es importante, mucho más en Colombia, un país donde la conciencia del origen del conflicto ahora en negociación, sus actores y responsables principales, etcétera, está perdido en medio de manipulaciones y juegos de poder.

 

Seguridad: un concepto controvertido

 

La seguridad es un bien público imprescindible. Sin ella no hay ciudadanos ni Estado, no hay desarrollo económico ni comunidad humana, no hay libertad ni justicia. Sin seguridad lo que hay es una “guerra de cada hombre en contra de todos los hombres”, como escribía Thomas Hobbes hace más de cuatro siglos. Sin seguridad nuestra vida sería “miserable, violenta y corta” (1).

Pero, ¿qué es la seguridad? ¿Quién la proporciona y administra? ¿Y para quien y con qué fines? ¿Cómo se logra crear seguridad y con qué medios, haciendo frente a qué tipos de inseguridad o amenazas? Es aquí y en relación con estas grandes interrogantes que los politólogos deben ofrecer análisis granulares, basados en la mejor evidencia disponible, para dar respuestas que le sirvan a la humanidad para desarrollarse plenamente y en paz. No es una tarea fácil, ya que en el caso de la seguridad se trata de un “concepto esencialmente controvertido” (essentially contested concept), para utilizar el famoso término de W.B. Gallie (2). En efecto, el concepto de seguridad no tiene una sola definición, no tiene el mismo significado para todo el mundo. Esta ambigüedad también aplica en el ámbito de las diferentes prácticas de seguridad.

 

En la época moderna, durante mucho tiempo, predominó la idea de que la seguridad era del y para el Estado. Consecuentemente, la meta fundamental de los Estados consistía en armar sectores de defensa y seguridad capaces de protegerlos de las agresiones externas, es decir, de amenazas de índole militar –potenciales y reales– provenientes de sus pares. Mientras el Estado figuraba, entonces, simultáneamente como el objeto y sujeto de la seguridad, la sociedad era vista o como un consumidor pasivo de aquella o, en efecto, como una fuente de inseguridad. Entre varias medidas, los Estados buscaban controlar esta “amenaza interna” por medio del servicio militar obligatorio para los hombres, el empleo masivo de las mujeres en las industrias armamentísticas y la represión violenta de expresiones de descontento y movilización social. Como es bien sabido, esta concepción y práctica de la seguridad del Estado tuvo efectos negativos en muchas partes del mundo, incluida América Latina. La Doctrina de la Seguridad Nacional (Dsn), que por instigación estadounidense se implantó por casi odo el continente después de 1945, estuvo asociada de manera directa tanto con el surgimiento de regímenes militares y autoritarios como con la aparición de grupos rebeldes de extrema izquierda.

 

Apenas después de la caída del Muro de Berlín empezó a cambiar el panorama de la seguridad. Impulsado en sus inicios por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud), surgió un nuevo concepto: seguridad humana. A diferencia de la concepción que la antecedía, esta nueva perspectiva considera al individuo como objeto principal de la seguridad. Postula que la meta consiste en crear las condiciones para que todos los miembros de la humanidad pudieran gozar de “libertad ante la necesidad” y “libertad ante el miedo”. Estrechamente ligada a la concepción de seguridad humana surge la de seguridad ciudadana. Con origen en América Latina, ésta resalta la centralidad de la protección y defensa de los derechos y las libertades fundamentales de las personas, tanto frente al Estado como ante los demás ciudadanos.

 

A lo que apuntan las concepciones de seguridad humana y ciudadana es que la seguridad es un componente central del desarrollo humano. Son las personas como portadores de derechos y detentadores de libertades las que están en el centro del asunto, sin prescindir del rol importante que tiene que jugar el Estado en la creación de las condiciones propicias para un desarrollo humano pleno y seguro. En un escrito reciente, los investigadores británicos Robin Luckham y Tom Kirk retoman estas dos caras de la seguridad: por un lado, “se puede entender a la seguridad como un proceso de crear orden político y social por medio de discursos autoritativos y prácticas de poder que incluyen pero no se limitan al uso de la fuerza organizada”; por el otro, “la seguridad es un derecho (entitlement) de los ciudadanos y más ampliamente de los seres humanos a la protección ante la violencia y otros riesgos existenciales, incluyendo su capacidad de ejercer este derecho en la práctica” (3).

 

Fuerza pública y construcción de paz

 

Francamente, no creo que la construcción de paz en Colombia pueda lograrse sin una reforma del sector seguridad que esté informado por un debate público sólido e incluyente sobre qué tipo de seguridad es la requerida en la época del posconflicto. Percepción que surge principalmente de dos razones que reflejan el estado real de las cosas en el país: primero, no es posible desconocer el hecho problemático que durante los últimos quince años las fuerzas militares se han erigido como un factor de poder importante –quizás incluso de primer orden– en el engranaje institucional y político de Colombia (4); y, segundo, mientras el panorama de la inseguridad en el país registra cambios y algunos indicadores mejoran invariablemente habrá muchos desafíos en este ámbito que persistirán o emergerán después del fin del conflicto armado con las Farc. Por lo tanto, asentar las bases para la paz incluye resolver asuntos clave que tienen que ver con la influencia que ejerce la fuerza pública en la toma de decisiones sobre las políticas públicas –respecto a la seguridad pero también en relación con otros ámbitos– y con la definición del rol que debería jugar el sector seguridad en un escenario de posconflicto que experimentará significativos y nuevos problemas de inseguridad, sobre todo para los ciudadanos del común.

Según la concepción de la “paz liberal”, desarrollada por parte de las potencias de Occidente después del fin de la Guerra Fría con el propósito de estabilizar diversos países del Sur global devastados por cruentos conflictos armados y/o afectados por altos niveles de pobreza e inequidad, las reformas del sector seguridad no se limitan a ajustes en la doctrina militar, la reducción del número de efectivos y la reestructuración de las relaciones cívico-militares. Más bien, las intervenciones han buscado abordar y resolver de manera integral problemas de fragilidad estatal e impulsar la construcción de Estados modernos basados en el estado de derecho, los pesos y contrapesos institucionales y la efectiva rendición de cuentas. Operando con una concepción amplia de seguridad humana, se pone el énfasis en la indivisibilidad entre seguridad, desarrollo económico y los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos. Consecuente con ello, se brinda prioridad a la transformación de las fuerzas armadas y de policía en agentes en pro del desarrollo humano con la capacidad de apoyar la construcción de paz y órdenes políticos liberales-democráticos. Así mismo, más allá de los servicios uniformados en las reformas se incluye a las agencias de inteligencia, los proveedores de seguridad no estatales, los sistemas de justicia y carcelario, el órgano legislativo y organizaciones de la sociedad civil y, dependiendo del caso, a las autoridades “tradicionales”.

Ahora bien, ¿qué relevancia tiene todo esto para el caso específico de Colombia? ¿Debería abordarse la pregunta acerca de qué rol debe jugar la fuerza pública en el posconflicto bajo la óptica de una reforma del sector seguridad del país? Despejar el interrogante exige valorar varios asuntos clave que merecen una discusión seria, incluyendo el hecho que las experiencias internacionales de reformar los sectores de seguridad en países que están transitando de la guerra a la paz no han estado exentas de problemas. Las limitaciones de espacio que impone un artículo de prensa escrita impiden ahondar a plenitud en el asunto, por lo cual acá no es posible más que ofrecer algunas ideas generales, que requieren de una elaboración más detallada y exhaustiva en el futuro.

 

Para empezar, Colombia sí requiere una reforma de la fuerza pública y del sector seguridad en su dimensión más amplia como parte importante de la construcción de paz. En contra de ello, no tienen fuerza ni sentido los argumentos en boga entre algunos sectores –incluidas las filas castrenses– de que “no se debe tocar a la fuerza pública”, que “no es posible reducir el presupuesto de defensa y seguridad y el número de efectivos en mucho tiempo” y que “lo máximo que se puede hacer es ajustar la doctrina militar para que refleje el panorama cambiado de la Colombia posacuerdo”. Tal tipo de raciocinio no reconoce ni el alcance de lo que será el proyecto de construcción de paz en Colombia ni que la fuerza pública tendrá que enfrentar cambios respecto a su esquema operacional y misión así como –más importante aún, según pienso– sus relaciones con las instituciones políticas del país y los diferentes sectores de la sociedad. Tampoco reconoce que el sector seguridad nacional no está solamente compuesto por la fuerza pública sino que incluye además a una gama amplia de instituciones y actores, tanto públicos como privados. He aquí un proyecto muy grande, ambicioso y difícil de lograr que requerirá más que unos cuantos cambios institucionales, incluido los relacionados con la estructura y doctrina de las fuerzas militares y de policía.

 

Énfasis que debe realizarse pese a que en La Habana el Gobierno y las Farc no están negociando la creación de un nuevo Estado y orden político con características institucionales fundamentalmente diferentes a los existentes. Tampoco están negociando una reforma militar. El gobierno de Juan Manuel Santos y sus generales nunca lo hubieran aceptado y los colombianos –probablemente una mayoría de ellos– no lo hubieran apoyado y/o legitimado. Pero esto no quita, como dicen, que el posconflicto mismo, con todos sus inmensos desafíos y grandes posibilidades, no se lo exija al país. Aquí es necesario ser muy claro: una cosa es el proceso de paz, las negociaciones entre las partes en Cuba, y otra, muy diferente, es la construcción de paz una vez que los dos contrincantes hayan firmado un acuerdo final. Diferencia fundamental entre dos fases distintas para lograr la paz en el país, que no es muy claro hasta dónde lo comprenda el conjunto nacional.

 

Aquí también es importante no olvidar que en las últimas dos décadas Colombia ha visto una “gran transformación” de la fuerza pública, proceso enfocado principalmente en incrementar el tamaño y los recursos de las fuerzas militares y de policía y aumentar sus y capacidades administrativas, operativas y técnicas. Mientras estas reformas más o menos le han permitido al país hacerle frente a dos de los múltiples problemas que lo afligen –a saber, el conflicto armado y el narcotráfico– no se equiparan con reformas del sector seguridad en función de la construcción de paz y del desarrollo humano. Por lo tanto, es menester que los gobernantes civiles, pero también de los oficiales militares, reconozcan que Colombia aún tiene una gran tarea por delante, que lo hecho durante los últimos quince años en términos de reforma militar evidentemente no es suficiente para preparar al país para el posconflicto y para la construcción de paz.

 

Valga la aclaración que a diferencia de las experiencias de otros países la iniciativa de avanzar en esta dirección la deben tomar los colombianos mismos. No existe una mayor participación de la comunidad internacional en el actual proceso de paz y nada indica que esto será muy diferente en la fase del posacuerdo. Quizás esto es fortuito porque les da más espacio a los colombianos para analizar detenidamente cuáles han sido las fortalezas de las reformas del sector seguridad en otros escenarios de construcción de paz y cómo pueden evitarse los problemas presentados con más frecuencia. Lo que debe quedar claro, no obstante, es que la relativa ausencia de presiones externas no exime a las autoridades nacionales de la responsabilidad reformista del sector seguridad del país de tal manera que las diferentes agencias que lo conforman puedan apoyar de manera certera y efectiva la construcción de paz.

 

Memoria histórica y reforma del sector seguridad

 

Diálogos de paz. La coyuntura que vive Colombia no es propiamente sui generis, pero sí exhibe ciertas diferencias llamativas en comparación con las experiencias de otros países –en África subsahariana y Asia, por ejemplo– que en las últimas décadas intentaron poner fin a sus conflictos armados por medio de negociaciones políticas. Por un lado, como ya fue mencionado, no hay mayor involucramiento de parte de la comunidad internacional en las negociaciones. Los diálogos de La Habana se dan esencialmente entre colombianos y según las pautas establecidas por las partes contrincantes. Por el otro lado, desde hace casi diez años existe una dinámica vibrante en el país alrededor del tema fundamental de la memoria histórica. No sucede igual en el contexto de otros esfuerzos por lograr la paz.

 

El trabajo de hacer memoria histórica lo interpreto –muy arduo y a la vez muy valioso– en los términos de un proceso social impulsado por una instancia pública, el otrora Grupo de Memoria Histórica –ahora Centro Nacional de Memoria Histórica–, que de manera progresiva lo están acogiendo más y más sectores de la sociedad colombiana a lo largo y ancho del país. Es un proceso dinámico, con sus propias esperanzas y traumatismos, desenvolviéndose según su propia lógica y de manera paralela, aunque no desconectada, a las negociaciones políticas entre el Gobierno y las Farc en Cuba. Es un aporte fundamental a la construcción social de paz. Nos enseña de manera particular pero inequívoca que los pueblos que aspiran a dejar atrás a la violencia y los odios deben mirarse en el espejo de la memoria, que las víctimas deben tener la garantía que sus verdugos aceptan dar el paso –por iniciativa propia– de reconocer sus actos abominables y atroces en el marco de un ejercicio colectivo de construir memoria histórica.

 

No hay duda, esta dinámica de memoria histórica constituye una base elemental para la construcción de paz en el país. Es más, quisiera plantear que todo lo que se haga en el posacuerdo, que todos los inmensos esfuerzos venideros para asentar la paz en este territorio de conflictos violentos y clivajes profundos se aborden tomando en cuenta –de una u otra manera– la memoria histórica que actualmente se está construyendo entre los colombianos. En el mundo social y político no existen las pizarras limpias. Toca trabajar con lo que está escrito sobre ellas para de esa manera poder escribir la historia del futuro, la historia de la paz, la historia de las generaciones nuevas. Esto también aplica para los asuntos –muy importantes, por cierto– que tienen que ver con el rol de la fuerza pública en la guerra y en la futura construcción de paz; y con la reforma del sector seguridad requerida para asentar esta paz y para que los connacionales puedan vivir en un clima de seguridad que les permita gozar plenamente de sus derechos y libertades fundamentales.

 

Sin perjuicio de los requerimientos igualmente importantes de la justicia, verdad, transparencia, rendición de cuentas y protección de los derechos humanos, pensar la reforma del sector seguridad en Colombia requiere tomar en cuenta las lecciones que brinda la memoria histórica. Esto podría ayudar a evitar caer en las trampas que terminaron descarrilando a las reformas del sector seguridad en otras latitudes por no tomar suficientemente en cuenta su carácter eminentemente político y los legados dolorosos de los conflictos que lo impregnan.

 

Fundamental. La fuerza pública y las demás agencias y actores del sector seguridad no están ajenos a esta memoria. Al contrario, figuran centralmente en ella, son corresponsables de lo que fue y de lo que será. Como nos dice el filósofo Hobbes, tienen un rol importante que jugar en la construcción de paz y en la provisión de un bien público imprescindible para cualquier sociedad humana: la seguridad. Pero no lo podrán hacer si lo que más les interesa es recibir y gozar del blindaje de la justicia transicional; y si se resisten a comprometerse abierta y seriamente con el proceso de memoria histórica y las lecciones –muchas de ellas muy duras– que arroja para redefinir y rediseñar la manera como el Estado colombiano asume su responsabilidad de brindarles seguridad a sus ciudadanos y ciudadanas en épocas de paz.

 

1 Hobbes, Thomas (1651/1960) Leviathan or the Matter, Forme and Power of a Commonwealth Ecclesiastical and Civil (Oxford: Basil Blackwell) [La traducción del inglés al español es del autor].
2 Gallie, W. B. (1956), “Essentially Contested Concepts”, Proceedings of the Aristotelian Society, New Series, Vol. 56, pp. 167-198.
3 Luckham, Robin y Kirk, Tom (2013) “The Two Faces of Security in Hybrid Political Orders: A Framework for Analysis and research”, Stability: International Journal of Security & Development, 2(2): 44, p. 5 [La traducción del inglés al español es del autor].
4 Véase Schultze-Kraft, Markus (2012) “La cuestión militar en Colombia: la fuerza pública y los retos de la construcción de la paz”, en Angelika Rettberg (ed.) (2012) Construcción de paz en Colombia (Bogotá: Ediciones Uniandes), pp. 405-436.

* Profesor Asociado, Departamento de Estudios Políticos, Universidad ICESI.

 

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