Como un tsunami, todo sucede ante nuestros ojos y con estupor pero no alcanzamos a reaccionar y la avalancha nos lleva hacia donde sus energías decidan; pataleamos, intentamos nadar para no ser llevados a las profundidades pero poco logramos. Nos hundimos, resistimos y el esfuerzo de todo nuestro cuerpo finalmente permite que flotemos. Ahí estamos, exhaustos, con la cabeza que de nuevo logra inhalar aire y así los agotados pulmones descansar; aguantamos, observamos, vamos llevados por el oleaje al tiempo que reflexionamos sobre qué hacer, sobre cómo impedir que las olas den cuenta de nuestra humanidad y al final logramos que la marea nos arroje a la orilla.
Graciela Gómez (Cortesía de la autora)
Con el covid-19, así estamos, como náufragos pero vivos. Aún.
Las aguas bajan un poco su potencia pero los vientos golpean ahora con fuerza, barriendo todo aquello que ha quedado fracturado. Casi desnudos, buscamos un refugio donde aguantar; nos protegemos; a los días, maltrechos, nos atrevemos a salir y reconocer el entorno. Observamos y comprobamos que hasta lo que considerábamos que resistiría el azote de los más fuertes huracanes está por el piso. Toca (re)construir todo –pensamos–, es un reto inmenso, pero hay que asumirlo, es la realidad. Ahora, sin tiempo que perder, corresponde levantar sobre nuevos cimientos lo derruido, sin contemplaciones, sin añorar las ruinas que van pisando nuestros pasos; construir, más que reconstruir, sobre nuevos planos, desechando los hasta hoy plasmados, fundir nuevas estructuras con la forma, cuerpo y dinámica dibujadas por los sueños de quienes estaban obligados a soportar como lastre lo antes existente.
Aguantamos. El estupor continúa acompañándonos pero no nos impide detallar el entorno ni ir comprendiendo lo que sucede. Estamos solos pero sabemos que contamos con una oportunidad para salir de la catástrofe: debemos buscar a otras muchas personas que con seguridad también han sobrevivido, debemos unir fuerzas y como sociedad impedir a toda costa quedar aislados, debemos pensar y actuar como comunidad, nunca más como simple individualidad, centrados en nuestros cortos intereses y necesidades, y así diseñar con todas las manos e imaginaciones la sociedad que queremos y la manera de hacerla realidad.
La oportunidad es única, pensamos, a pesar del dolor que nos aflige, en medio del marasmo al ir encontrando a nuestro paso, lento y temeroso, los cuerpos de familiares, amigos, conocidos y otros que no contaron con la fuerza corporal suficiente para salir airosos de este trance. Antes ya habían fallecido otros más al verse huérfanos de una verdadera red pública de salud que nos atendiera a plenitud. Las estructuras derruidas no nos causan pesar; su destrucción nos permite observar sin barniz alguno cómo estaban construidas, detallando los materiales usados en su estructuración, y de esta manera comprobar que estaban edificadas para servir los intereses de unos pocos y, por tanto, para el desfavorecimiento de los más. Es cierto: no hay pesar por la estructura en ruinas, pues su peso y su forma en realidad nos ahogaba, nos oprimía, nos negaba, impidiendo el encuentro social.
Continuamos el pausado recorrido, tropezando aquí y allá con bloques de cemento que nos obligan a retroceder y buscar otra ruta. En uno y otro lugar de nuestro recorrido, debemos vadear grandes pozos repletos de agua, así dejados por las furibundas aguas que batieron todo a su paso. Seguimos y vamos ganando claridad en nuestra mente. Nos llegan recuerdos no lejanos que nos permiten percatarnos de que ahora estamos ante la destrucción pero que en realidad, desde hace algún tiempo, los embates de grandes vientos estaban fracturando todo aquello que creíamos eterno.
En efecto, pensamos que el tsunami llegó con mucha fuerza, pero su destructora labor fue favorecida, con anterioridad, por fuertes vientos, temblores que no llegaban a terremotos, inundaciones propiciadas por ríos salidos de su cauce, derrumbes de cuerpos montañosos que fracturaron carreteras y puentes. En fin, hubo un antes que posibilitó la destrucción que paso a paso seguimos contemplando.
El covid-19, sí, la pandemia, pero desde antes nuestra estructura social estaba conmovida en todos sus entretejidos. Nuevas tecnologías estaban horadando la cotidianidad, así como el uso de nuevos materiales bioquímicos, biogenéticos; como otros que fueron dándoles vida a nuevas técnicas, en muchas ocasiones microscópicas, y con ellas permitiendo la irrupción de fenómenos comunicativos, novísimas formas de entrelazarnos y organizarnos como cuerpo social, en tiempo real, concentrando en un solo dispositivo que antes obligaba a la existencia de múltiples aparatos. La transformación del planeta –que antes nos parecía inmenso– es de tal magnitud que ahora la Tierra llega a nuestras retinas como una aldea.
Todo ello acontecía ante nuestros seres. En realidad, estábamos zarandeados en todas nuestras estructuras, mareados por la intensidad de lo que ocurría, pero nos aferrábamos a supuestas seguridades para no caer. Mas los efectos de todo ello ya habían roto, por ejemplo, el mundo del trabajo, arrojando al desempleo a millones de personas, desde entonces desnudos, viviendo a la intemperie y tratando de sobrevivir por cuenta propia, sin la protección de una institucionalidad que les permitiera incorporarse a otras formas de hacer y ser. El individualismo impuesto por el modelo social, económico, cultural, político, que imperaba (y así continuará siendo a pesar de las ruinas, siempre y cuando no encuentre sus sepultureros), solo les brindaba esa opción.
Es cierto, pensamos: en el pasado inmediato hubo una estructura de dominio que facilitó la destrucción que contemplamos. Fueron años durante los cuales fuertes vientos y lluvias, en ocasiones torrenciales, ablandaron todo, obligándonos incluso a cambiar partes no despreciables de nuestra cotidianidad, trabajando, por ejemplo, más de las ocho horas/día, corriendo de un trabajo a otro en el afán de reunir unos pesos más con los cuales cubrir de mejor manera la precaria existencia, sin derecho al goce ni la contemplación, unos pesos más para ponernos al día con el sistema financiero y así continuar en la burbuja de tener más de lo posible, resuelto todo ello individualmente, sin una institucionalidad común que nos abriera un horizonte colectivo, eficiente y de calidad para resolver lo fundamental: salud, educación, vivienda, alimento, transporte, recreación. El mensaje era claro: debíamos cambiar la forma de vivir y edificar un tipo de sociedad acorde con los cambios en marcha. En el viejo recipiente que teníamos ya no cabía el cuerpo que ahora había tomado forma.
Era aquella una decisión que para muchos no resultaba consciente; simplemente era el dejarnos llevar por la fuerza de la costumbre, la misma que aprovechaba el poder dominante, que controla, diseña y construye la estructura social que tenemos; que sí aprovechaba todos los cambios tecnológicos, producto de una nueva revolución industrial en marcha, la cuarta, para ahondar su potencial, su capacidad de dominio y de sometimiento, y con ello de control social.
La memoria va ubicándonos en su justo lugar. Caminamos, tratamos de no parar para que el frío y la humedad que cubre nuestro cuerpo no nos atrofie hasta destruirnos; sentimos el afán de nuestros órganos digestivos y sabemos que es necesario encontrar alimento para responder a su demanda, pero proseguimos, caminamos y vamos pensando.
En efecto, la destrucción venía desde antes, así como las tecnologías que permitían vigilarnos y controlarnos sin necesidad de otros miles de policías, uniformados o de civil; el registro era permanente y constante el fichaje. Ya nos habían advertido de ello Julian Assange, Edward Snowden y Chelsea Maninng.
Sorprendente todo ello. Habíamos perdido la privacidad, incluso la libertad, pero nada nos parecía anormal; hasta allá había llegado el potencial de lo que por décadas considerábamos un monstruo por batir, el Estado, cada día más interiorizado por la mentalidad colectiva en sus múltiples mecanismos; así como estaban interiorizados en sus variadas manifestaciones el poder y su microfísica. El dominio cada día era más sutil, y el covid-19 desató reacciones y formas de sobrevivir que multiplicaron en mucho lo que ya estaba en curso. El poder se hacía más asfixiante.
No podemos negarlo. Vivíamos ahogados, renunciando a derechos fundamentales que apenas unas décadas atrás habían movilizado a millones para su logro y su posterior defensa, con no pocas personas que habían brindado su vida para hacerlos realidad, y sin embargo el poder ahora los pisoteaba en múltiples formas, sin suscitar la reacción que se suponía despertaría.
¿Cómo había sucedido aquello? Tal vez la atomización social, estimulada por las formas que de modo lento pero con constancia habían adquirido nuestras ciudades –con sus barrios de otrora, territorios de encuentro y entrelazamiento social, transformados en conjuntos residenciales, sin memoria de lucha por el derecho a la vivienda, por un espacio público común, por servicios públicos de calidad–, lo habían favorecido; pero también la transformación de los parques y plazas, antes espacios de encuentro e intercambio humano y comercial, ahora convertidos en simples sitios de paso, reemplazados en sus funciones por esos no lugares llamados centros comerciales. Tal vez todo ello, además de otros muchos cambios, como los vividos en las fábricas que antes concentraban cientos e incluso miles de obreros, facilitando su encuentro y organización para plantar cara a la patronal y al gobierno por mejores salarios, por la reducción de la jornada de trabajo, por salario mínimo, por estabilidad laboral, por ejemplo.
Pero también las transformaciones vividas en el mundo de la cultura y que finalmente encerraron a cada cual ante la pantalla de televisión, ahora sin una fuerte oferta pública y sí privada, y luego ante la pantalla de la computadora, y tras pocos años ante la del móvil, tal vez todo ello y otros muchos sucesos que fueron presentándose e imponiéndose poco a poco, gota a gota, llevándonos a ser simples consumidores, facilitaron que la llegada de ese tsunami covid-19 arrinconara a la sociedad pero sin lograr que la misma comprendiera que, para evitar la aparición de nuevos tsunamis, está ante el indispensable reto de construir un cuerpo social totalmente diferente del aún existente, con fuertes diques que permitan el fortalecimiento de lo colectivo, la preeminencia de lo público no estatal, el reencuentro y el convivir con la naturaleza, el sentir y obrar a favor del conjunto humano, integrado como cuerpo, sin permitir que unos pocos dominen y amasen lo que es de todos pero que ellos han logrado apropiárselo, privatizándolo.
Caminamos. Para evitar la hipotermia, nos movemos en todo momento, también para distraer los afanes digestivos que a cada instante nos hacen sentir sus lamentos. Los recuerdos nos dan vuelta en la mente, el impacto de lo que seguimos viendo a nuestro paso nos permite confrontar pasado y presente, y pensar el hacer inmediato para un futuro indispensable.
Nos preguntamos ¿Es posible construir lo nuevo sin dar cuenta del pasado? ¿Cómo erigir las nuevas formas sin hacer común lo que hasta ahora nos fue arrebatado por el Estado, por un lado, pero por otro por los grandes conglomerados, por ejemplo, aquellos dedicados a la agricultura, al procesamiento y la comercialización de alimentos, a las farmacéuticas, a las comunicaciones?
¿Cómo lograr que la sociedad toda, que esos cientos y miles que hemos ido encontrando a nuestro paso, también confundidos, dolidos, desorientados, acepten la necesidad de discutir y decidir de manera colectiva cómo levantar nuevas estructuras sociales que sí protejan y velen por la totalidad que somos, sin permitir que unos pocos amasen fortunas que son, incluso, más de lo que pueden reunir y poner a su servicio cientos de millones de personas?
¿Cómo actuar sin renunciar a las nuevas tecnologías, a su potencial para hacer que la vida sea más llevadera, pero sin que la privacidad sea burlada por intereses particulares y supuestamente públicos que dicen protegernos? ¿Cómo hacer de verdad colectivos los múltiples saberes de la humanidad ahora privatizados, memoria colectiva de siglos de evolución, representados en formas de trabajar la tierra, en semillas que son la vida y la posibilidad de la diversidad, en la forma de procesar alimentos y de alimentarnos, sin perder el gusto por la diversidad de olores y sabores?
¿Cómo protegernos entre todos sin que alguien haga de la necesidad un negocio? ¿Cómo ser y vivir a plenitud, dejando a un lado el deslumbre por lo pasajero y superficial?
Los interrogantes van apareciendo con mayor frecuencia a medida que el encuentro con otros va dando paso al intercambio de ideas. Por unos minutos dejamos de caminar, tomamos asiento sobre pedruscos de irregular forma y compartimos ideas, lloramos por lo sufrido, pero nos regocijamos porque la vida deberá ser diferente. Soñamos, sabemos que no será fácil, que el peso de la costumbre es un lastre inmenso por superar, pero igualmente los infinitos canales de control y dominio que la vieja estructura, así esté en ruinas, tiene, controla y continúa afinando.
Los vientos bajan su intensidad, aunque no su silbido lastimero que por momentos despierta pánico en todo nuestro ser, trayendo un eco que nos hace temer por nuestras vidas, templando las fibras más íntimas del ser, motivando el aislamiento para de manera individual buscar solucionar lo que solo puede ser resuelto por la vía colectiva. “O todos o ninguno”, así lo había dicho hace décadas el poeta*.
Retomamos el camino. El frío no nos abandona, tampoco la incertidumbre, nos sentimos huérfanos, pero ya tenemos brillo en los ojos.
*Brecht, Bertolt, “O todos o ninguno”,
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