El lobby antirruso derrota a Trump

El lobby antirruso derrota a Trump

Vientos belicistas soplan desde Washington: ¿después de Corea del Norte y Afganistán, sigue Rusia? Pero con el tradicional oponente ruso, no es el presidente Donald Trump quien juega con fuego, sino un poderoso partido de la guerra, integrado por sus adversarios políticos, los servicios de inteligencia y los medios de comunicación. 

 

Apenas algunos meses habrán bastado para que Estados Unidos se retire del Acuerdo de París sobre el cambio climático, adopte nuevas sanciones económicas contra Rusia, invierta la dinámica de normalización de las relaciones diplomáticas con Cuba, anuncie su intención de denunciar el acuerdo nuclear con Irán, lance una advertencia a Pakistán, amenace a Venezuela con una intervención y se declare dispuesto a atacar a Corea del Norte “con un fuego y un furor nunca vistos en el mundo”. Desde que, el 20 de enero pasado, la Casa Blanca cambió de inquilino, Washington sólo mejoró sus relaciones con Filipinas, Egipto, Arabia Saudita e Israel.

 

La responsabilidad de esta escalada no es exclusiva de Donald Trump. Los representantes neoconservadores de su partido, los demócratas y los medios, en efecto, lo ovacionaron cuando, en la primavera boreal pasada, ordenó maniobras militares en Asia e hizo disparar cincuenta y nueve misiles contra una base aérea en Siria (1). En cambio, le impidieron actuar cuando exploró las posibilidades de un acercamiento con Moscú, y hasta se vio obligado a promulgar un nuevo conjunto de sanciones estadounidenses contra Rusia. En suma, el punto de equilibrio de la política exterior de Estados Unidos resulta cada día más de la adición de las fobias republicanas (Irán, Cuba, Venezuela), a menudo compartidas por los demócratas, y de las reprobaciones demócratas (Rusia, Siria), refrendadas por la mayoría de los republicanos. Si existe en Washington un partido de la paz, por el momento es indetectable.

 

De la campaña a la realidad

 

El debate presidencial del año pasado, sin embargo, sugería que el electorado estadounidense pretendía romper con el tropismo imperial de Estados Unidos (2). En primer lugar, Trump no había hecho campaña con temas de política exterior. No obstante, cuando habló de eso, fue para sugerir una línea de conducta ampliamente opuesta a aquella del establishment de Washington (militares, expertos, think tanks, revistas especializadas) y a la que hoy exhibe. Prometiendo subordinar las consideraciones geopolíticas a los intereses económicos de Estados Unidos, se dirigió a la vez a los partidarios de un nacionalismo económico (“America First”), numerosos en los estados industrialmente devastados, y a aquellos a quienes quince años de guerras ininterrumpidas, con el deterioro de la situación o el caos generalizado como únicos resultados (Afganistán, Irak, Libia), los habían convencido de los méritos de cierto realismo. “Estaríamos mejor si no nos hubiéramos ocupado de Medio Oriente desde hace quince años” (3), concluía Trump en abril de 2016, convencido de que la “arrogancia” de Estados Unidos había provocado “un desastre tras otro” y “costado miles de vidas estadounidenses y miles de millones de dólares”.

 

Inesperado por parte de un candidato republicano, ese diagnóstico coincidía con el sentimiento de la fracción más progresista del Partido Demócrata. Peggy Noonan, que escribió los discursos más destacados de Ronald Reagan y de su sucesor inmediato, George H. Bush, lo hizo notar por entonces: “En materia de política exterior [Trump] se posicionó a la izquierda de Hillary Clinton. Ella es belicista, se muere de ganas de utilizar las Fuerzas Armadas y carece de discernimiento. Será la primera vez en la historia moderna que un candidato republicano a la elección presidencial se ubicará a la izquierda de su rival demócrata, y esto hará que las cosas dejen de ser interesantes” (4).

 

Las cosas siguen siendo interesantes, pero no del modo en que Noonan lo había vaticinado. Mientras que “la izquierda” postula que la paz resulta no de la intimidación de las otras naciones sino de relaciones más equitativas entre ellas, Trump, por completo indiferente al sentimiento de la opinión pública mundial, opera como un embaucador en busca del mejor “deal” para él y sus electores. A sus ojos, pues, el problema de las alianzas militares no es tanto que corren el riesgo de extender los conflictos antes que de disuadir las agresiones, sino que se vuelven demasiado caras para los estadounidenses. Y que, a fuerza de pagar la cuenta, éstos vean que su país se convierte en “una nación del Tercer Mundo”. “La OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte] es obsoleta –machacaba Trump el 2 de abril de 2016 durante un mitin–. Nosotros defendemos a Japón, defendemos a Alemania, y ellos no nos pagan más que una fracción de lo que nos cuesta. Arabia Saudita se vendría abajo si nosotros partiéramos. Hay que mostrarse dispuesto a abandonar la mesa; de no ser así nunca se obtendrá un buen negocio.”

 

La (alentada) rivalidad con Moscú

 

El presidente de Estados Unidos esperaba concluir el “buen negocio” con Moscú. Una nueva asociación habría invertido el deterioro de las relaciones entre las dos potencias favoreciendo su alianza contra el Estado Islámico (EI) y habría permitido el reconocimiento de la importancia de Ucrania para la seguridad rusa. La actual paranoia estadounidense relativa a todo cuanto atañe al Kremlin conduce a olvidar que en 2016, después de la anexión de Crimea y la intervención directa de Moscú en Siria, Barack Obama  también relativizaba el peligro que representaba Vladimir Putin. Sus intervenciones en Ucrania y en Medio Oriente, a su juicio, no eran más que improvisaciones, “marcas de debilidad frente a Estados-clientes que están a punto de escapársele” (5).

 

Obama añadía: “Los rusos no pueden cambiarnos o debilitarnos de manera significativa. Es un país pequeño, es un país débil, y su economía no produce nada que otros quieran comprar, de no ser petróleo, gas y armas”. Lo que entonces temía de su homólogo ruso era sobre todo… la simpatía que inspiraba a Trump y a sus partidarios: “Treinta y siete por ciento de los electores republicanos aprueban a Vladimir Putin, el ex jefe de la KGB. ¡Ronald Reagan debe estar revolviéndose en su tumba!” (6).

 

A partir de enero de 2017, el sueño eterno de Reagan había recuperado su tranquilidad. “Los presidentes llegan y se van, pero la política no cambia”, concluía Putin (7). Los historiadores estudiarán algún día esas pocas semanas durante las cuales convergieron los esfuerzos de los servicios de inteligencia  estadounidenses, de los dirigentes del ala clintoniana del Partido Demócrata, de la mayoría de los congresistas republicanos y de los medios hostiles a Trump. ¿Su proyecto común? Impedir todo entendimiento entre Moscú y Washington.

 

La coalición antirrusa

 

Los motivos de cada uno eran diferentes. Los servicios de inteligencia y algunos sectores del Pentágono temían que un acercamiento entre Trump y Putin pudiera privarlos de un enemigo presentable, una vez destruido el poder militar del EI. Los clintonianos estaban apurados por imputar su derrota inesperada a otros que no fueran la candidata que habían escogido y su campaña inepta: el pirateo de los datos del Partido Demócrata imputado a Moscú venía como anillo al dedo para eso. Los neoconservadores “que habían promovido la guerra de Irak, que detestaban a Putin y que consideraban que la seguridad de Israel no era negociable” (8) estaban indignados por las tentaciones neoaislacionistas de Trump.

 

Por último, los medios –The New York Times y The Washington Post en particular– soñaban con un nuevo Watergate. No ignoraban que su lectorado –burgués, urbano, cultivado– detestaba con pasión al presidente electo, despreciaba su vulgaridad, sus tropismos de extrema derecha, su violencia, su falta de cultura (9). Y por consiguiente buscarían cualquier información o rumor susceptible de provocar su destitución o su dimisión forzada. Un poco como en la novela de Agatha Christie, Asesinato en el Orient Express, cada uno, en suma, tenía sus razones para golpear al mismo blanco.

 

La intriga se anudó con relativa facilidad gracias a la porosidad de las fronteras que separan esos cuatro universos. Entre los halcones republicanos, encarnados por John McCain, presidente de la Comisión de las Fuerzas Armadas del Senado, y el complejo militar-industrial, el entendimiento caía por su propio peso. Los arquitectos de las últimas aventuras imperiales estadounidenses, en particular en Irak, no habían experimentado con comodidad la campaña de 2016 ni las burlas que Trump había reservado a su experticia. Unos cincuenta intelectuales y oficiales anunciaron que, aunque republicanos, se negarían a apoyar al candidato de su partido que “pondría la seguridad nacional del país en peligro”. Algunos dieron un paso más y votaron por Clinton (10).

 

Quedaba la prensa. También ella temía que la incompetencia de Trump amenazara el orden internacional dominado por Estados Unidos. No tenía ninguna prevención contra las cruzadas militares, sobre todo cuando éstas podían ser barnizadas con grandes principios humanitarios, internacionalistas, progresistas. Ahora bien, según esos criterios, ni Putin ni su predilección por los nacionalistas de derecha no eran irreprochables. Pero Arabia Saudita o Israel tampoco. Lo cual no impedía que la primera pudiera contar con The Wall Street Journal, ferozmente antirruso. En cuanto a Israel, la casi totalidad de los medios estadounidenses apoyaban su política, aunque la extrema derecha participe en su gobierno.

 

Poco más de una semana antes de que Trump asumiera sus funciones, el periodista y abogado Glenn Greenwald –a quien se debe la publicación de las revelaciones de Edward Snowden sobre los programas de vigilancia masiva de la National Security Agency (NSA)– alertaba sobre el curso de los acontecimientos. Él observaba que los medios estadounidenses se habían vuelto “la herramienta más valiosa” de los servicios de inteligencia “que en su mayoría soñaron, sirven, creen y apoyan”. En el mismo momento los demócratas, “todavía bajo el impacto de un fracaso electoral tan inesperado como traumático”, parecieron “perder la razón y aceptar cualquier conjetura, saludar cualquier táctica, aliarse a cualquier miserable” (11).

 

La coalición antirrusa no había alcanzado aún todos sus objetivos pero ya Greenwald vislumbraba las ambiciones del “Estado profundo”: “En este momento asistimos a una guerra abierta entre, por un lado, esa facción no electa pero muy poderosa que reside en Washington y ve pasar a los presidentes y, por el otro, aquel a quien la democracia estadounidense eligió presidente”. Alimentada por los servicios de inteligencia, una sospecha galvanizaba a todos los adversarios del nuevo inquilino de la Casa Blanca: Moscú poseía secretos comprometedores –financieros, electorales, sexuales– contra Trump, que lo paralizarían en caso de crisis entre los dos países (12).

 

Un arma de política interior

 

La sospecha de un entendimiento tenebroso de este tipo, que el economista clintoniano Paul Krugman resumió hablando de un “equipo Trump-Putin”, transformó el militantismo antirruso en un arma de política interior contra un presidente cada vez más detestado fuera del bloque ultraconservador. Ya no es raro oír a militantes de izquierda convertirse en apologistas del FBI o de la CIA, desde que esas dos agencias sirven de refugio a una oposición larvada al presidente estadounidense. Y que lo combaten con filtraciones permanentes.

 

Puede comprenderse por qué el pirateo de los datos del Partido Demócrata, imputado por los servicios de inteligencia estadounidense a Rusia cautiva al Partido Demócrata y a la prensa. Golpe doble: permite deslegitimar la elección de Trump y le impide a éste promover cualquier descongelamiento con Moscú. Washington ofuscándose por la injerencia de una potencia extranjera en los asuntos interiores de otro Estado, hasta en sus elecciones: ¿quién levanta todavía esa extravagancia? Y ¿quién señala que hace poco tiempo no fue el Kremlin el que espiaba las conversaciones telefónicas de Angela Merkel, sino la Casa Blanca de Obama? Al interrogar al ex director de la CIA James Clapper, un representante –republicano– de Carolina del Norte, Thom Tillis, rompió ese silencio en enero pasado. Recordó que Estados Unidos “se había inmiscuido en 81 elecciones diferentes desde la Segunda Guerra Mundial. Eso no incluye ni los golpes de Estado ni los ‘cambios de régimen’ por los cuales tratamos de modificar la situación a favor nuestro. Por su parte, Rusia actuó del mismo modo 36 veces”. Que no esperen que semejante planteamiento mitigue con demasiada frecuencia las explosiones de The New York Times contra los engaños de Moscú.

 

Preparación psicológica 

 

El periódico también se olvida de recordar a sus jóvenes lectores que el presidente ruso Boris Yeltsin, que eligió en 1999 a Putin como sucesor, había sido reelecto tres años antes, aunque muy enfermo y a menudo ebrio, al término de un escrutinio fraudulento conducido con la asistencia de consejeros estadounidenses y con el apoyo declarado del presidente de Estados Unidos. The New York Times había saludado ese resultado en un editorial titulado “Una victoria para la democracia rusa” (4 de julio de 1996), “Las fuerzas de la democracia y de la reforma lograron una victoria decisiva pero no definitiva –estimaba entonces–. Por primera vez en la historia, una Rusia libre eligió libremente a su líder”.

 

En adelante, el periódico neoyorquino se ubicó en la vanguardia de la preparación psicológica para un conflicto contra Rusia. Semejante dinámica ya casi no encuentra resistencias. En la derecha, mientras que The Wall Street Journal reclamaba, el 3 de agosto, que Estados Unidos arme a Ucrania, el vicepresidente Mike Pence evocaba en Estonia el “espectro de la agresión” rusa, luego alentaba a Georgia a unirse a la OTAN, y por último saludaba a Montenegro que acaba de adherir a la alianza militar. Lejos de inquietarse por esta avalancha de gestos provocativos, que coinciden con un ascenso de las tensiones entre las dos grandes potencias (sanciones comerciales contra Moscú, expulsión de diplomáticos estadounidenses por Rusia), The New York Times juega con fuego. El 2 de agosto saludó la “reafirmación del compromiso estadounidense para defender a las naciones democráticas contra los países que las amenazaran”, para luego lamentar que el sentimiento de Pence “no sea igualmente sentido y celebrado por el hombre para quien trabaja en la Casa Blanca”. Pero en esta etapa, a decir verdad, poco importa lo que Trump siga sintiendo. El presidente de Estados Unidos no está ya en condiciones de imprimir su voluntad en esta cuestión. Habiendo comprobado esa impotencia, Moscú evalúa las consecuencias.

 

En septiembre, maniobras militares rusas, sin precedentes desde la caída del Muro, deberían movilizar cerca de 100.000 soldados, marinos y aviadores a las proximidades de Ucrania y de los países bálticos. Lo cual ofrece a The New York Times material para un artículo en primera plana que trae a la memoria la campaña de pánico que el diario alimentó en 2002-2003 contra las supuestas “armas de destrucción masiva” de Irak. No faltaba ni el coronel estadounidense que anunciaba sombríamente: “Cada mañana cuando nos despertamos sabemos quién es la amenaza”, ni el inventario del arsenal ruso, tanto más terrorífico cuanto que se reforzaba con una disposición a las “campañas de desinformación”, ni la evocación a los vehículos de combate de la OTAN que, entre Alemania y Bulgaria, “se detienen para dejar que los niños suban a bordo”. Pero lo más delicioso en este modelo de periodismo (involucrado con el ejército) fue con seguridad el momento en que, para localizar los ejercicios de Moscú en su propio territorio y en Bielorrusia, The New York Times recurrió a la expresión “en la periferia de la OTAN”… (13).

 

En lo sucesivo, toda tentativa de apaciguamiento procedente de París o de Berlín será considerada “partidaria de los Acuerdos de Munich” por un establishment neoconservador que volvió a tomar la mano de Washington, e hipercriticada en el campo por la casi totalidad de los medios estadounidenses. Estamos en el punto en que, reflexionando sobre la fuerte baja de popularidad del presidente francés, The New York Times encontró una explicación que refleja perfectamente su obsesión: “La lujosa recepción de Donald J. Trump y Vladimir V. Putin, uno y otro poco queridos en Francia, sobre todo en la izquierda, no lo ayudó”… (14).

 

¿Sabrán contener los Estados europeos el engranaje militar que se está aceitando? ¿Tienen la voluntad de hacerlo? En todo caso, la crisis coreana debería haberles recordado que Washington es indiferente a los platos que se rompen lejos de su territorio. Preocupado por dar credibilidad a la amenaza nuclear del presidente Trump en Medio Oriente, el senador republicano Lindsey Graham dejó escapar el 1º de agosto que “si miles de personas mueren, morirán allá, no aquí”. Y añadió que el presidente de Estados Unidos compartía su sentimiento: “Él me lo dijo”.

 

1. Véase Michael Klare, “Trump o los peligros de la escalada”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2017.

2. Véase Benoît Bréville, “Las guerras de los otros”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2016.

3. Donald Trump, “Today”, NBC, 21-4-16.

4. Peggy Noonan, “Simple patriotism trumps ideology”, The Wall Street Journal, Nueva York, 28-4-16.

5. “The Obama Doctrine”, entrevista con Jeffrey Goldberg, The Atlantic, Boston, abril de 2016.

6. Conferencia de prensa del 16 de diciembre de 2016.

7. Le Figaro, París, 31-5-17.

8. Michael Crowley, “GOP hawks declare war on Trump”, Politico, Arlington, 2-3-16.

9. Véase “El fracaso de la intelligentsia estadounidense”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2016.

10. “Statement by former national security officials”, www.globalsecurity.org.

11. Fox News, 12-1-17. La víspera, Greenwald había detallado su propósito en “The deep state goes to war with president-elect, using unverified claims, as Democrats cheer”, The Intercept, 11–1–17.

12. Véanse “Un espía ruso en la Casa Blanca” y “El Estado profundo”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero y mayo de 2017.

13. Eric Schmitt, “US troops train in Eastern Europe to echoes of the cold war”, The New York Times, 6-8-17.

14. Adam Nossiter, “Macron’s honeymoon comes to a halt”, The New York Times, 7-8-17.

 

*Director de Le Monde diplomatique.

Traducción: Víctor Goldstein

 

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