La transición tunecina, en ruinas
Una mujer tunecina se manifiesta pidiendo mayores libertades para su pueblo- https://www.meer.com/es/19594-una-primavera-arabe-no-tan-fallida

“Retorno de la dictadura”, “contrarrevolución”, “fin de la ‘primavera árabe’”… Los veredictos que condenan con razón la gestión autoritaria del presidente Kais Saied son abundantes en un momento en el que el país sufre una grave crisis económica. En realidad, la incipiente democracia tunecina llevaba mucho tiempo empantanándose en compromisos mercantiles y en la despolitización de la cuestión social.

El 25 de julio de 2022, el 94,6% de los 2,6 millones de votantes tunecinos (de un censo de 9,3 millones de potenciales electores) se pronunció a favor del “sí” en el referéndum sobre la nueva Constitución promovida por el presidente Kais Saied. El resultado confirmaba el apoyo al proceso iniciado un año antes por el inquilino del palacio de Cartago, que suspendía de facto la Constitución de 2014, un texto que, sin embargo, había sido ampliamente acogido, en su momento, tras más de tres años de laboriosas negociaciones en el seno de la Asamblea Constituyente elegida en octubre de 2011 (1). Pese a todo, aunque Túnez haya adoptado una nueva carta magna, el mapa político del país sigue más fragmentado que nunca: mientras que el voto a favor del “sí” ha sido masivo, la participación (28%) se ha mantenido extremadamente baja. Por su parte, todos los partidos con representación en la Asamblea de Representantes del Pueblo (ARP), en su mayoría contrarios al proceder del presidente, solo obtuvieron algo más de 1,7 millones de votos en las elecciones legislativas de 2019. En Túnez, la creciente brecha entre las instituciones y las aspiraciones populares continúa siendo una constante.


Saied justifica su “nueva construcción” con la necesidad de “rectificar la trayectoria revolucionaria” que, según él, había sido “confiscada” por las formaciones políticas. Así pues, el presidente tunecino ha manifestado su propósito de establecer “un verdadero régimen democrático en el que el pueblo sea efectivamente el titular de la soberanía” (2). Sin embargo, el carácter presidencialista de su proyecto ha dejado en un segundo plano la aspiración de “democracia desde abajo” que había popularizado en los años anteriores a su elección en octubre de 2019. Si bien no dispone de un partido con el que cuadrar a la sociedad tunecina, ni de una red de vigilancia clientelar, ni de ningún modo de mediar entre los clanes empresariales, que constituían la base del régimen hasta 2011, Saied no renuncia a retomar la vía autocrática, aún más dependiente de la demagogia dada su falta de control sobre los órganos del Estado (la Administración pública, Interior y Justicia).


No obstante, la “historia de éxito” de la transición democrática tunecina –frente a los giros contrarrevolucionarios que han conocido los otros países de la “primavera árabe” de 2011– no ha esperado al presidente Saied para acumular males: crisis social, parálisis económica, erosión del Estado, pérdida de legitimidad de las instituciones y descrédito moral de los partidos. Hace tiempo que el proceso de transición había provocado el desengaño de la mayoría de los tunecinos.
Con la secuencia insurreccional que vivió Túnez durante el invierno de 2010-2011, el relato que presentaba la democracia como la solución a los problemas del país fue convincente y despertó el entusiasmo. Incluso se pensó por un momento que sería el desencadenante de un efecto dominó que haría tambalear a los regímenes de la región, desde Marruecos hasta Siria, a semejanza de la “primavera de los pueblos” de 1848, que dio nombre a la “primavera árabe”. Ya sabemos qué vino a continuación (3). Esta lectura del levantamiento tunecino centró la atención en la dimensión constitucional del cambio, que debía responder tanto a las aspiraciones de libertad como a la demanda de justicia social. Así, cuando los jóvenes llegados de las regiones del interior del país organizaron una sentada frente a la sede del Gobierno en la capital (a finales de febrero de 2011), la respuesta que dieron los actores políticos fue la de proponer la elección de una Asamblea Constituyente. Dos expresiones darán entonces forma al proceso político: “transición democrática” y “excepción tunecina”. La primera remite a la idea de que, en cualquier parte del mundo, las experiencias precedentes han permitido el desarrollo de conocimientos que hacen posible transitar del punto A de una dictadura al punto B de una democracia consolidada. Este conocimiento lo atesoran, en particular, toda una serie de operadores –agencias internacionales, oenegés y fundaciones occidentales, así como consultores– que desembarcaron en masa en Túnez para “entrenar” a los actores políticos locales, pero también a las asociaciones surgidas tras la caída del régimen de Zine el Abidine Ben Alí, en la aplicación de un kit de “democracia sin esfuerzo”.

La segunda expresión viene a señalar que, gracias a sus juristas reformistas y a sus autócratas más o menos ilustrados, Túnez ya era “moderno”, a diferencia de otros países árabes –como prueba: la emancipación de “la” mujer tunecina a través del código del estatuto personal (4)–. Un Túnez presto, por tanto, a importar la democracia liberal en la que el pluralismo de partidos, las elecciones libres y el Parlamento constituirían un terreno favorable para establecer un pacto social justo y estable, para crear instituciones legítimas y para desterrar las condiciones que hicieron posible un régimen autoritario (5).

Sin ceder a ningún orientalismo o determinismo que nos haga creer que los tunecinos no son aptos ni han alcanzado el nivel de madurez necesario para acceder a la democracia, no hay razón para pensar que existe un atajo en los procesos políticos. Las democracias “veteranas”, que se apresuraron a exportar su modelo, han olvidado que en sus propias experiencias fueron necesarias la violencia, las pasiones populares, en ocasiones los líderes carismáticos y ensayos y tribulaciones constitucionales para aclarar las cuestiones, para cristalizar y ajustar los intereses en juego en los equilibrios inestables, y para desarrollar regímenes más o menos funcionales y, aún así, nunca inmunes a las crisis. Es lógico, por tanto, que no todo en Túnez haya sucedido según el perfecto manual de los “transitólogos”. Esta primera secuencia de la democracia tunecina ha sido víctima no tanto de un accidente “populista” como de una inconclusión que la condenó a la obsolescencia.

En primer lugar, estaba incompleta. Significativamente, la Asamblea fue incapaz, a lo largo de la primera legislatura (2014-2019), de nombrar a los cuatro miembros del Consejo Constitucional (de doce) que le correspondía elegir. Aunque este organismo esencial de la Segunda República debería haberse constituido a finales de 2015 como muy tarde, todos los acuerdos minuciosamente negociados entre bastidores por las formaciones políticas se quebraron sistemáticamente durante las votaciones en el pleno. Ninguna de las dos principales corrientes políticas –la islamista y la combinación de la Iniciativa Nacional Desturiana y miembros del sistema benalista– estaban dispuestas a permitir que el árbitro de la constitucionalidad de las leyes escapara de su control. La única de las cinco autoridades independientes creadas en virtud de la Constitución fue la Autoridad Electoral Superior Independiente (ISIE, por sus siglas en francés), pero esta se mostró incapaz de hacer cumplir las normas en materia de neutralidad de los medios de comunicación y financiación. El organismo regulador provisional del sector audiovisual se ha visto obstaculizado cada vez que ha pretendido sancionar a las cadenas de televisión que emiten sin licencia, permitiendo, por ejemplo, que Nabil Karoui, una especie de Berlusconi tunecino, se sirviera del canal del que es propietario para apoyar su candidatura a las elecciones presidenciales de 2019. Asimismo, se han bloqueado todas las reformas estructurales que garantizarían eficazmente la independencia de la Justicia (estatuto de los magistrados, inspección general, código de la justicia administrativa) y el Consejo Superior de la Magistratura –cuyo equivalente en España es el Consejo General del Poder Judicial– ha permanecido bajo el control de las injerencias partidistas. Prácticamente ninguno de los cerca de 300 casos de corrupción remitidos a los juzgados por la Comisión Nacional de Investigación constituida en 2011 ha sido objeto de seguimiento por parte de los tribunales. Los trabajos de la Comisión de la Verdad y la Dignidad, creada en 2014 a fin de esclarecer los crímenes de la dictadura y proponer reformas para evitar que se repitan en un futuro, no han dejado de ser entorpecidos en todo momento y su informe, presentado en 2019 (publicado en el boletín oficial del Estado un año después), ha quedado en papel mojado. En cuanto a los juicios contra los torturadores y los corruptos, llevan cuatro años dilatándose sin final a la vista (6). El Ministerio del Interior, pilar del antiguo régimen, sigue siendo defendido por un poderoso corporativismo que protege su impunidad, y su influencia se extiende también a la dirección de los partidos políticos.

Buena parte de estos bloqueos pueden atribuirse al famoso “consenso” entre las viejas élites –representadas entre 2012 y 2019 por el partido Nidaa Tounès (‘la llamada por Túnez’) antes de su desmembramiento– y los nuevos pretendientes islamistas al poder de la formación Ennahda. Considerado como un paso obligado para el éxito de cualquier transición, este pacto de entendimiento nunca trascendió los intereses de las partes implicadas para establecer un nuevo orden. Aunque permitió pacificar la sociedad en 2013 en un momento en el que el país se tambaleaba por el asesinato de dos figuras políticas de la izquierda tunecina (Mohamed Brahmi y Chokri Belaid), este “consenso” entre las élites ha neutralizado cualquier voluntad transformadora.

El proceso de democratización ha carecido, pues, de un aspecto esencial: el de la igualdad de la dignidad, una aspiración que fue la base de las revueltas de la dignidad del invierno de 2010-2011 y un factor determinante para lograr el apoyo de los gobernados a las instituciones. Para Saied, la fecha del 17 de diciembre de 2010 (día en el que se inmoló el joven Mohamed Bouazizi en la localidad de Sidi Bouzid) es más importante que la del 14 de enero de 2011 (día de la caída del presidente Ben Alí). La primera, según él, simboliza el punto de partida de la revolución con la irrupción de la “cuestión social”, ignorada durante décadas. La segunda, en cambio, marcaría la traición a la revolución debido a las maniobras políticas para la sucesión del presidente depuesto. La conflagración en las regiones del interior y en los barrios obreros surgidos del éxodo rural tuvo un carácter eminentemente político, porque sus protagonistas eran los “invisibles” del orden económico y político existente. Y porque la problemática que estos planteaban (su exclusión y el abandono de su territorio) está determinada por las formas históricas de construcción del Estado tunecino según un modelo económico que contrapone el Túnez “útil” al de los márgenes y el interior del país. Sin embargo, el nuevo reparto de poder posterior a enero de 2011 entre los actores “centrales” no permitió atacar frontalmente a una “oligarquía rentista” que además logró someter a los nuevos partidos gobernantes. Quienes detentaban posiciones adquiridas maniobraron, naturalmente, para prolongar el modelo económico recurriendo a los partidos calificados de “reformistas” porque estos se oponían a las formaciones islamistas. Mientras que Ennahda, en su intento por integrarse, no buscó desmantelar este modelo, sino insertarse en él. En ningún momento se abordó la cuestión económica más que desde el punto de vista de la gestión de la asignación de recursos y de la solvencia de un Estado que se enfrentaba a una caída de los ingresos. Pero la solución a la conflictividad social no pasaba únicamente por la democracia representativa.

Esto solo podía conducir a la obsolescencia de la fórmula institucional elegida, que ahora se sustenta en una serie de ficciones: las elecciones otorgan la legitimidad, los partidos expresan la diversidad del cuerpo social, el Parlamento representa a la nación, la mayoría parlamentaria expresa la voluntad general, y este sistema concreta la soberanía popular. Sin embargo, este modelo está mostrando sus límites, incluso en los países que lo exportan. Si durante un tiempo pudo corresponder más o menos al ideal de gobierno por y para el pueblo, esto fue gracias a la existencia de partidos de masas, capaces de suscitar identificaciones estables y masivas, y de representar intereses claramente definidos. En cuanto a los avances sociales, estos han sido posibles no solo por el sufragio universal, sino sobre todo por la existencia de fuerzas políticas vinculadas orgánicamente a las clases populares.

En Túnez, la configuración de los partidos políticos del periodo posrevolucionario es “anacrónica”, “se apoya en el aire” y está “vacía de contenido social”, por utilizar los términos empleados por Antonio Gramsci en su descripción de la “crisis orgánica”. Es cierto que Ennahda es la única formación que cumple los criterios de un partido de masas, pero se basa en una fuerte división cultural dentro de las élites. Esta formación no está equipada para dar respuesta a los desafíos históricos del momento y ha perdido a dos tercios de su electorado entre 2011 y 2019. Por su parte, los intereses de las élites vinculadas al antiguo régimen ya no son lo suficientemente coherentes como para formar un partido sostenible. Las demás formaciones son o bien canteras de presidentes efímeras o movilizaciones incompletas. La izquierda, incapaz de representar las movilizaciones sociales, prácticamente ha desaparecido de la escena.

Si la democracia es un objeto deseable, lo es menos por las formas institucionales que adopta (que son únicamente medios) que por los resultados que esta produce. En concreto: reducir la brecha histórica entre el Estado y la sociedad, transformar el modelo económico que priva a la mayoría de los tunecinos de su ciudadanía social… Por no haber respondido a estas expectativas, el relato democrático no ha sido sino el discurso legitimador de una élite incapaz de ponerse a la altura de los desafíos sociales. No se ha convertido en un nuevo relato nacional. Así, se ha ido abriendo paso la insidiosa melodía del “Con Ben Alí se vivía mejor” y se ha generado el espacio para una oferta de redención colectiva a través de la acción de un líder carismático. Es más que cuestionable que este último se encuentre mejor dotado para abordar la transformación del Estado y de las estructuras económicas. Dar respuesta a la demanda de reconocimiento y justicia social de la mayoría de los tunecinos, y en particular de los excluidos, es un requisito previo para lograr una verdadera libertad política.

Notas:
(1) Léase Serge Halimi, “¿Hacia dónde va Túnez?”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2014.
(2) Extractos de declaraciones en la televisión y discursos de junio y julio de 2022.
(3) Léase Hicham Alaoui, “El frágil triunfo de las contrarrevoluciones árabes”, Le Monde diplomatique en español, septiembre de 2022. Y Alain Garrigou, “1848, la primavera de los pueblos”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2011.
(4) Léase Florence Beaugé, “Las tunecinas después de la revolución”, Le Monde diplomatique en español, julio de 2015.
(5) Cf. Michel Camau, L’exception tunisienne. Variations sur un mythe, IRMC-Khartala, París, 2018.
(6) Léase “Grandes revelaciones históricas en Túnez”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2017.

*Periodista, Túnez.

Información adicional

CRISIS SOCIAL, PARÁLISIS ECONÓMICA Y EROSIÓN DEL ESTADO
Autor/a: Thierry Brésillon
País: Túnez
Región: África del Norte
Fuente: Le Monde diplomatique
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