Cuando un país decide que los niños son objetivo militar y los masacra, y bombardea hospitales, escuelas, aplasta a un pueblo bajo escombros, y una parte de la humanidad aplaude, y otra calla, es tiempo de cuestionar la idea de lo que es “la humanidad”. Y en particular, dentro de esa humanidad, el papel de algunas de sus partes.
El espectáculo de la crueldad
“Los hebreos veían en la desdicha el signo del pecado y por ello un motivo legítimo de desprecio; consideraban a sus enemigos vencidos como horribles ante el mismo Dios y condenados a expiar crímenes, lo que hacía que la crueldad estuviera permitida y fuera incluso indispensable”.
Simone Weil, La Ilíada, o el poema de la fuerza.
En el libro Los náufragos del Batavia, que comienza con una cita de Edmund Burke: “Para que triunfe el mal solo hace falta que la buena gente no reaccione”, Simon Leys escribe “Una sociedad civilizada no es necesariamente una sociedad que tiene una proporción menor de individuos perversos […] sino aquella que simplemente les brinda menos oportunidades de manifestar y satisfacer sus inclinaciones”. Lo cual viene al caso ante la rapidez con que, luego de años de grandes declaraciones sobre Derechos Humanos, el mundo se ha adaptado a la lógica bíblica de masacrar niños, así como a la de condenar al hambre y la desesperación a millones de familias, en ambos casos por no considerarles compatibles con el proyecto sionista que nombran Israel. Un proyecto que se parapeta exitosamente en la manipulación del Holocausto que sufrieron millones de judíos a manos de Alemania, una nación que ahora, desde la culpa o desde la sumisión a Estados Unidos, respalda la masacre de palestinos.
También es de observar que, en el criterio que domina, negocios son negocios. En ese sentido no es casualidad que el apoyo militar, económico, diplomático sin restricciones, en suma, las “relaciones carnales”, se tradujera en el anuncio de Donald Trump, el 4 de febrero 2025, ordenando a los palestinos que abandonen Gaza y se vayan a vivir a Egipto o Jordania, porque Estados Unidos “tomará el control” de ese territorio, y va a “nivelar el lugar y deshacerse de los edificios destruidos” para desarrollar económicamente ese territorio y generar “una cantidad ilimitada de empleos y viviendas”. Un proyecto “a largo plazo” que convertirá el territorio en “la Costa Azul de Oriente Medio”, y que “No es una decisión tomada a la ligera”, aclaración que Trump considera necesaria. Un anuncio que celebró Benjamin Netanyahu como el plan que podría “cambiar la historia”, calificando al norteamericano como “el mejor amigo que Israel haya tenido nunca”. Al día siguiente, según informó El País de Madrid, el anuncio recibió el apoyo del 82 por ciento de la población israelí, entre la que solo un 3 por ciento calificó la idea como “inmoral”.
Verdaderamente, ¿existió alguna vez el tal “derecho internacional”, dando por hecho que de guerra el otro, el “internacional humanitario” jamás? ¿Cómo se acepta como válido, cómo es posible que se justifique lo que ha ocurrido y sigue evolucionando? ¿Cómo el deseo de provocar dolor a otros? Preguntas que están ahí, en suspenso, tocando el nervio-eje del mundo, y, sin embargo, pasan de agache, en medio de comentarios tipo “un poco de razón tienen” quienes hacen lo que hacen. O “yo no me meto en política”, como justificación a la falta de reacción, mientras“Era necesario curar a ese pueblo del hambre y la miseria”, cuelga un meme jugando a ironizar las masacres, al tiempo que burlándose de la pobreza a que ha condenado Israel a Palestina. Pero nada es gratis, y ahí tenemos que, como uno de los resultados de lo que ocurre, en todo el mundo ha crecido a niveles dramáticos la depresión.
Jacques Lacan observaba a la depresión como una cobardía moral, lo cual explicaría esta época en la que múltiples informes de prestigiosas universidades identifican esa extrema cerrazón al mundo que es la depresión, como principal enfermedad que afecta a la humanidad. Una cobardía moral que se ha vuelto identidad de esa humanidad que observa en silencio el caer de las bombas sobre lo que era y lo que va quedando de Palestina, destruyendo sus pueblos, sus ciudades, hospitales, escuelas, y no se conmueve ni siquiera ante el derramarse de los cuerpos, los sesos, intestinos.
El rol de las madres en la tragedia
Aunque exista la posibilidad de preguntarse, como enfoque de las cosas, en medio del cinismo contemporáneo, cuánto habrán pagado los alemanes a los sionistas para que descargaran en Palestina y Líbano el odio que merecían ellos, el tema central va por otro lado. Y en ese lado está la Madre sionista, esa Matrix que ve a los palestinos como si fueran insectos o bacterias, microbios que hay que exterminar. Y por tanto pide al gobierno sionista que les destruyan las casas, que los empujen al mar, que se mueran de hambre y sed. Y no vacila en mandar a sus hijos a ejercer el fuego, con todos sus peligros, aunque en su amor de madre contando con que el enemigo es débil. Débil y despreciable, vidas que no valen y por tanto no tienen precio, y en esa medida solo hay para ellas desprecio.
Madres ariscas, con rostros de odio, de dolor de muelas o crónicas migrañas, envidiosas de tierras y paranoicas, que se sienten siempre amenazadas y derraman en las redes sus sueños de eliminar cada una de esas amenazas. Y viene la reflexión: Tantas madres que en la historia lloraron cuando sus hijos fueron llamados a armarse para la muerte, que no otro sinónimo aplica a la guerra, y en Israel se celebra enviarlos al riesgo. ¿Qué ocurre en esas madres?
La categoría de lo absoluto, esto es de aquello que denominamos “sagrado” por el hecho de escapar al control de nuestra razón, corresponde a cada uno. Y ahí entra la relación con Dios tanto como, en lo terrenal, la relación con la Madre, para el caso la Yiddishe Mame, que en la comunidad judía alcanza niveles de máxima relevancia, como insiste aquella popular canción My Yiddishe Momme: Una Yiddishe Mame / No hay nada mayor en este mundo, A Yiddishe Mame / Es gibt nisht besser oif der velt. Porque la identidad del alma judía es moldeada por la madre, y por eso en la tradición aceptada por ese pueblo durante más de 3.300 años solo si la madre es judía el niño es cien por ciento judío, entre otras tradiciones que el Talmud explica en los versículos registrados en Deuteronomio 7:3-4. Lo pone en dibujo untexto colgado en la página del Museo de la Inmigración Judía en Argentina, bajo el título “La Idishe Mame, la mayor personalidad judía de todos los tiempos”: “Quizás ningún pueblo en el mundo colocó a la madre en un pedestal tan alto como lo hizo el judaísmo a lo largo de todas las generaciones. La madre fue convertida en una imagen que despierta profundos sentimientos y la añoranza del alma. Representa el máximo ideal, el prototipo de bondad y el espíritu de sacrificio”.
A todos nos educaron en el marco del amor inconmensurable a la madre, pero a los judíos aún más, lo que bloquea cualquier opinión que la baje del pedestal. Y en consecuencia no aparecen en los medios cuestionamientos sobre si ante las decisiones del gobierno de Israel, las madres judías deberían recordar siempre lo que sufrieron los hijos de sus vientres a manos del Tercer Reich. Pasándoles el tema a los psicoanalistas, y derivando nuevamente a Lacan, que en alguno de sus textos proponía ir “más allá del Edipo”, y explorar otros aspectos de la relación de las madres con sus hijos, podríamos decir que un asunto pendiente de observar es el de la posibilidad de un instinto criminal en, cuanto menos, algunas madres, cuando las motiva su deseo de territorio para agrandar el hogar.
La vida zombie, la indiferencia
En un momento donde se devalúan de manera constante los sentimientos ante la crueldad institucionalizada, y en el que los derrotados, los humillados, al fin de cuentas somos todos, el tema del asesinato masivo de niños pasó a ser una categoría más del espectáculo de masas, mientras suena de fondo una versión decorativa de we are the world, we are the children interpretado por el coro de niños de un kibutz.
En el protagonismo explícito del show de la crueldad, en cartelera durante más de un año ya, tenemos al Estado de Israel que se asume a sí mismo como el vengador de un oscuro episodio de terror a manos de Hamas, en el que aún no están claras las responsabilidades propias. Un Estado convertido ahora en verdugo de las familias palestinas que obstaculizan el deseo de tierras para sus hijos, que reclaman en las redes sociales apasionadas madres judías al tiempo que aprueban con entusiasmo la obstinación de la crueldad en la masacre de niños y adolescentes, e incitan a sus hijos soldados a la furia, con llamados de “Aún quedan niños, vayan por ellos”. Y en el papel de víctimas, las otras madres, las palestinas, cercadas en un corredor entre el mar y las balas, huyendo con sus pequeños, llorando ante la desaparición de sus familias bajo escombros entre los que comienzan a asomar algunas hojas, llamando a imaginar que algún día volverá la primavera, como paliativo cíclico del horror.
Pero no hay reacciones de peso, posiblemente porque después de un largo año el asesinato masivo de pequeños dejó de ser espectáculo en la cartelera de noticias, y a un público formado en la excitación de lo nuevo le aburre seguir viendo cómo los jóvenes de uno de los más avanzados ejércitos del planeta han pasado de jugar a las masacres en videojuegos al exterminio de gente real en tiempo real, demostrando quizás que la inmersión constante en la realidad virtual acaba afectando nuestra relación con el mundo real.
Originada en Corea del Sur, décima economía mundial, un país donde existen clínicas de desintoxicación digital, esto es de adictos a pantallas, una serie de crueldad extrema, El Juego del calamar, se convirtió en fenómeno mundial al año siguiente de la pandemia. Se trataba, y se trata en su actual segunda temporada, de una historia de crueldad ejercida por personas pobres, con deudas impagables, “desechables” del sistema, sin patologías mentales ni tendencias sádicas, que viviendo un experimento de psicología social, tipo el desarrollado por Stanley Milgram de la universidad de Yale, dan lo peor de sí mismos detrás de la posibilidad de convertirse en millonarios. Viene al caso porque el consumo de este tipo de entretenimientos ha ido reemplazando al consumo del amor como drama o comedia, que predominó en el mundo durante siglos.
Aquel experimento de Milgram fue publicado en la revista Journal of Abnormal and Social Psychology (1963) como “Estudio del comportamiento de la obediencia”,y resaltaba como objetivo de la prueba la medición del nivel de sometimiento a las órdenes de una autoridad, aun cuando esas órdenes entraran en conflicto con la conciencia personal. A los voluntarios del experimento les dijeron que iban a participar en un ensayo relativo al estudio de la memoria y el aprendizaje, y la prueba consistía en aplicar descargas eléctricas, esto es infligir dolor a otras personas que simulaban recibir las dolorosas descargas, porque era necesario para un experimento científico.
A pesar de las expresiones de sufrimiento y las súplicas para que no siguieran dándoles descargas eléctricas, solo el 35 por ciento de los participantes, esto es de las personas “normales” de ambos sexos, dejaron de administrar descargas más altas, en tanto los demás acataron con docilidad las órdenes del psicólogo experimentador, permitiendo a este concluir que, a) ante la autoridad el sujeto obedece, el discernimiento racional deja de funcionar y se produce una abdicación de la responsabilidad; b) se acepta que cuando un experto dice que algo está bien, así es, incluso si no lo pareciera, porque el principio de autoridad no se cuestiona.
El “vacío sumiso”
Pero hay otro ángulo desde el cual observar la aceptación de la crueldad. En un discurso que pronunció en Trondheim, Noruega, contó John Pilger que en algún momento se conoció con Leni Riefenstahl, cuyas películas “patrióticas” fueron pilares fundamentales de la propaganda nazi. En ese encuentro ella le dijo que sus películas no fueron respuestas a directrices de Goebbels, sino el resultado de la comprensión de que existía un “vacío sumiso” en el público alemán. Y entonces Pilger citó el discurso de Harold Pinter recibiendo el Nobel de Literatura: “Los crímenes de Estados Unidos han sido sistemáticos, constantes, crueles y despiadados, pero muy poca gente ha hablado realmente de ellos. Hay que reconocérselo a Estados Unidos. Ha ejercido una manipulación cínica del poder en todo el mundo mientras se hacía pasar por una fuerza para el bien universal. Es un acto de hipnosis brillante, incluso ingenioso y de gran éxito”.
Con esta técnica y mediante la apropiación de conceptos como el bien, la democracia, la libertad, se convenció al mundo de la existencia de unas “armas de destrucción masiva” en manos de Saddam Hussein para justificar la invasión y destrucción de Irak, con el fin de controlar su petróleo. Y con la misma técnica, en medio de una profusión de discursos sosteniendo los “derechos humanos”, se ha logrado distraer al mundo de la crueldad aplicada a los sospechosos de “terrorismo” o “actividades antiamericanas” en Guantánamo y decenas de cárceles clandestinas, así como ante la política de exterminio de la niñez palestina por parte de Israel, un estado que en múltiples aspectos opera como apéndice de Estados Unidos. Así como, de idéntica forma, se ha logrado la indiferencia ante el genocidio de ancianos que está avanzando, siguiendo las indicaciones de aquella directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Legard, cuando sentenció que “Los ancianos viven demasiado y es un riesgo para la economía mundial. Tenemos que hacer algo y ya”. Que es lo que se pone en práctica retaceándoles los medicamentos que necesitan, privándoles de los recursos económicos que les permitan mínimamente alimentarse, negándoles la pensión para la que han aportado toda su vida laboral.
Cada “noticia” es creada o seleccionada, “curada”, y para instalarse en la “agenda mediática”, que deriva en la “agenda pública”, debe contar con la difusión y comercialización visual necesaria. Lo mismo ocurre con las mentiras a las que se desea convertir en verdades. Opera para ese empaque de “guerra justa” para la matazón de niños, donde las mentiras se enfocan en construir tendencias de opinión en dirección a intereses, facilitando “negocios”. Porque, una vez más, viene al caso recordar que la guerra es el mayor negocio, calificable como la pepa de aquel concepto de la “destrucción creativa”. Por eso en Estados Unidos todo se piensa en términos de guerra, War: guerra a las drogas, guerra a los mosquitos, guerra a la malaria, guerra al terrorismo, guerra al cigarrillo, guerra a la obesidad, guerra a las letras de rock, guerra al que piense que el capitalismo y el libre mercado no son lo mejor, etcétera. Y como inevitable deriva de las guerras, fiesta en el negocio de la producción en masa de prótesis técnicas para generar muerte.
La indiferencia derramada
Exagerando en la lectura del Talmud, la rivalidad histórica entre judíos y palestinos podría atribuirse a un conflicto entre madres que se prolongó en sus hijos como una saga del género trágico. Lo cual enmarcaría la actitud de generales y políticos sionistas que se comportan y pavonean ante las cámaras como criminales-pop, tratando de “animales” a sus primos. Pero esa superficie anecdótica, salvo que nos adentremos una vez más en terrenos psicoanalíticos, podría distraernos de la cuestión central, que es la de la indiferencia ante el enorme crimen en desarrollo. En esa dirección el Papa, en un encuentro mundial sobre los derechos de los niños, el 3 de febrero 2025 en el Vaticano, pide amar y proteger a los niños marcados por la pobreza, la guerra, la privación escolar, la falta de hogar, la explotación, y habla de los que mueren como migrantes en el mar, en el desierto o en las numerosas rutas de viajes de “desesperada esperanza”. Y también dice: “No es aceptable lo que desgraciadamente hemos visto casi a diario en los últimos tiempos, es decir, niños que mueren bajo las bombas, sacrificados a los ídolos del poder, de la ideología y de los intereses nacionalistas”, y define: “No podemos aceptar acostumbrarnos a esto. Ciertas dinámicas mediáticas tienden a insensibilizar a la humanidad, provocando un endurecimiento general de las mentalidades. Corremos el riesgo de perder lo más noble del corazón humano: la piedad, la misericordia”.
Para destruir esa nobleza vienen trabajando noche y día los hechos. Pero después de años de asesinatos “selectivos” con drones o misiles puerta a puerta, que es como decir por delivery estilo Rappi, más la destrucción de los hogares de las familias relacionadas con cualquier señalado de conspirar contra Israel, y tras el antecedente del 7 de octubre de 2023 y la cifra de 1.210 personas asesinadas, según datos oficiales israelíes que nadie pone en duda, más 251 rehenes y, como efecto “justo” por presentarse justificado en lo anterior, la posterior devastación absoluta del territorio de Gaza y cerca de 50.000 muertos palestinos, un altísimo porcentaje de ellos niños, según datos del ministerio de Salud de Gaza que Naciones Unidas considera fiables aunque los medios siempre los mencionan dejando en el aire una cierta sensación de duda, hubo una pausa. Una cierta distensión con el fin de intercambiar rehenes palestinos encarcelados en Israel y rehenes israelíes en algún lugar de Gaza que tras más de un año la ultratecnológica “inteligencia” israelí, capaz de identificar cualquier aguja en cualquier pajar y mandarle un misil, no ha sido capaz de localizar dónde estaban. Y se abre la posibilidad de estas reflexiones.
Quizás el problema radique en que la crueldad nunca ha pasado de moda. Y ante eso unos la asumen como lo que hay, sin cuestionar, en tanto en otros suena la reflexión de Jan Kott en El manjar de los dioses: “La modernidad de la tragedia griega radica en la descripción de la crueldad del destino, la crueldad de la vida, la crueldad del mundo. Y consiste en negarse a aceptar este mundo, a quienes lo construyeron y a quienes lo gobiernan, a los dioses y a quienes tienen el poder”. γ
* Periodista, fotógrafo y estratega político.
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