En un ensayo de 1977 titulado, A propósito de las interpretaciones de la literatura latinoamericana, el temido crítico de literatura Rafael Gutiérrez Girardot al referirse a lo que caracteriza la especificidad y la originalidad de nuestra literatura sostenía: “Cien años de soledad de Gabriel García Márquez […] es una novela esencialmente colombiana en todos sus elementos […] Pero Cien años de soledad supera los límites regionales hasta el punto de que puede ser considerada como una novela que, de manera colombiana, narra acontecimientos propios de todas las sociedades latinoamericanas” (1).
Pero, entonces, ¿en qué consiste la especificidad o la originalidad de esta obra? Gutiérrez sostiene que ésta novela de García Márquez, “(es) la mejor […] de la literatura de lengua española en lo que va del siglo”, tiene un lenguaje que delata el estilo cultivado en la patria de Cuervo y Suárez; presenta el “humor que relativiza ‘tragedias’ cotidianas reduciéndolas a ‘normalidades de la vida diaria’, y “la fabulación que se complace en la caricatura y en la burlona deformación”, características “que pueden considerarse como medios de defensa en una sociedad sutilmente oprimente, como la colombiana (y que) no son frecuentes en otras sociedades latinoamericanas”.
Pues bien, este hecho no obsta para reconocer que las especificidades nacionales de la literatura en América Latina son sólo aspectos regionales de una unidad y que tales aspectos son entre nosotros resultado de la “europeización” de América Latina. Entonces, planteado así el problema, la pregunta por la especificidad y la originalidad de nuestra literatura queda desplazada al continente completo, es decir, a América Latina, recalcando, de nuevo, que lo original o específico de cada literatura nacional, es tan sólo una variación de esa unidad mayor englobante. Este asunto es importante para Gutiérrez Girardot porque le permite situar y valorar lo que tan pomposamente, y desde la segunda mitad del siglo pasado, fue llamóado el boom y del cual Márquez, nuestro Nobel de literatura, formó parte.
La pregunta que surge, entonces, es: ¿cómo entender la literatura latinoamericana y cómo situar el boom dentro de esa literatura?
En un ensayo de 1984 titulado Los olvidados: América sin realismos mágicos, Gutiérrez sostiene: “Si con el boom la literatura hispanoamericana entró de lleno al mercado librero mundial, la crítica literaria que lo acompañó se convirtió por razones propias del negocio en la necesaria apología para el consumo de esos nuevos bienes. Y como el boom fue un club heterogéneo que sus apologetas presentaron como una flor silvestre, desaparecieron de sus interpretaciones las más elementales referencias históricas” (2).
Lo que interesa de esta cita, para responder la pregunta por cómo entender la literatura hispanoamericana y para situar el boom dentro de ella, es la alusión a que los críticos literarios que fungieron como mercachifles del boom olvidaron “las más elementales referencias históricas”, esto es, sucumbieron a lo que el propio García Márquez llamó en su obra cumbre “la peste del olvido” o “las evasiones de la memoria” (3). ¿Cuál fue, pues, la historia olvidada? ¿Quiénes son los “olvidados” a los que alude Gutiérrez Girardot? Veamos.
El contexto olvidado
Rafael Gutiérrez Girardot asumió la teoría de Pedro Henríquez Ureña según la cual de literatura latinoamericana en estricto sentido sólo puede hablarse a partir del Descubrimiento de América, momento en el cual recibimos el idioma con el cual se escribe esa literatura, pero, especialmente, cuando tomó cuerpo el proceso de europeización que formó en éstas tierras una nueva sociedad, aquella que produce esa literatura. Por eso somos hijos del Renacimiento (que modeló parcialmente la España que nos sometió), el Descubrimiento y la Revolución Francesa que influyó en nuestra independencia política (4). Esto desecha la pregunta por si existió una literatura indígena pre-colombina y muestra que fue la nueva sociedad que se formó con España, luego con la interacción de América con el resto de Europa y del mundo, como se forjó la literatura latinoamericana. Y es esto lo que lleva a la simple pero certera conclusión de que: “la literatura latinoamericana es, como cualquier literatura, un proceso histórico”. Y es precisamente esto lo que desconocieron “los formalistas y parásitos críticos del boom” (5).
De tal manera que el boom no fue lo que los franceses posmodernos llaman un “acontecimiento”, un chispazo de literatura dado a conocer en el mundo y surgido de la nada, sin antecedentes en la historia de América Latina. Es, precisamente, esa historia la que dejan de lado. Pensar que el boom es la literatura nuestra por excelencia es a-histórico y simplificador; es olvidar que la literatura misma es un proceso histórico. Por eso “Cuando García Márquez y Juan Carlos Onneti, por ejemplo, trazan su árbol genealógico y destacan en él la figura de Faulkner”, no hacen otra cosa que, “pese a la legitimidad de la autointerpretación”, simular, pues “puede ser que Faulkner haya suscitado en ellos temas y estilos. Pero si así fuera, sino hubieran descubierto esta influencia a posteriori […] fue necesario o tuvo que ser necesario que existiera previamente una situación de receptibilidad de tales influencias” (6).
Lo que está en juego aquí es el problema sociológico del concepto de “influencia”, pues ésta no puede darse en ningún lado, si previamente no hay “condiciones de receptividad” de la misma y esas condiciones son precisamente “el proceso histórico” de esa literatura que permite una asimilación creadora de lo extranjero, de lo europeo o de lo norteamericano; de Faulkner, en este caso.
¿Cuál fue ese proceso histórico literario olvidado en América, convertido en presupuesto, que posibilitó el llamado boom? Aquí Gutiérrez Girardot responde aludiendo de nuevo a García Márquez: “La recepción de Faulkner por Onetti y por García Márquez, que aún está por precisar, pesa menos que el largo proceso de la literatura hispanoamericana, iniciado por Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento en el siglo pasado, plenificado por José Martí y Rubén Darío y ya en la aurora del siglo presente por José Enrique Rodó, y […] continuó en Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, en Mariano Picón Salas y Eduardo Mallea, en Jorge Luis Borges y Agustín Yáñez, entre otros más” (7).
Lo que hizo Bello desde Londres en 1826 fue postular en sus Silvas la independencia literaria de América, y lo hizo con el lenguaje que recibimos de Europa. Mientras allí decían que América era inmadura –tesis nacida con Buffon a mediados del siglo XVIII y que inspiró al monumental Hegel– que era naturaleza, que no existían grandes animales como leones, elefantes o tigres, esto es, mientras nos calumniaba como dijo Edmundo O’Gorman y como mostró exhaustivamente Antonello Gerbi (8), Bello revitalizó nuestra literatura tomando y recreando a Virgilio y mostrando nuestra naturaleza de manera positiva y, no degenerada como hacían los europeos. Ese proceso de universalización, esa línea, continuó con Martí, con Alfonso Reyes, quien buscó conectarnos, por ejemplo, con el mundo griego; con Henríquez Ureña que puso de presente, como también lo hacía entre nosotros Baldomero Sanín Cano, que toda literatura, pensamiento y cultura nacionales, se enriquecen en el contacto con otras culturas, con lo extranjero, con lo occidental, ya que en el mundo unido por la máquina y la técnica, unido por la “era del capital”, no es pensable el aislamiento. Y eso vale para toda literatura, pues, por ejemplo, “la gran literatura alemana se formó, con Lessing y Herder y Goethe, en una discusión crítica con la francesa y en una asimilación de la griega”.
Del pintoresquismo a la universalización literaria
Lo que también olvidaron los críticos del boom es que la línea que considera la literatura como un diálogo universal que enriquece, fue interrumpida por los nacionalismos, el indigenismo (que no fue literatura escrita por indígenas sino por una clase media), los regionalismos, el telurismo, etcétera, que a finales del siglo XIX fueron en pos, en busca de lo propio, lo auténtico, lo original, es decir, fueron tras la “esencia” de América y convirtieron esa literatura en expresión de una mirada ontológica que nos concebía como mera naturaleza, por eso tomó auge esa literatura descriptiva de paisajes, de lo meramente exterior.
Proceso que también tomó forma en Europa, por ejemplo con Barrés en Francia o con el provincianismo de Miguel de Unamuno en España, o con la literatura alemana que acudiendo a lo telúrico, a la tierra, a la sangre, a lo propio, sentó las bases del hombre fuerte, la dictadura y el nazismo. Entre nosotros esa literatura regional, el justo rescate del indígena y la defensa de sus derechos, también fundamentaron ideologías y movimientos nacionalistas, chovinistas, que justificaron el hombre fuerte en América, entre ellos, los gobiernos de Juan Vicente Gómez en Venezuela, García Moreno en Ecuador, entre otros, pero además quisieron apartarse con ese telurismo de las dinámicas de la creciente sociedad burguesa y de la inevitable “era del capital” que imponía sus relgas y lógica en el mundo.
Gutiérrez ubica dentro de esas corrientes al realismo, pues éste describía paisajes, costumbres, desmanes; era, en realidad, telúrico, buscando expresar lo indoamericano, “trasponiendo a las letras y al pensamiento el mestizaje racial, es decir, algo biológico: como si la capacidad de pensar de un ser humano dependiera sólo de los genes y no del desarrollo histórico- social que fomenta esa y otras disposiciones”. El resultado de todo esto, incluyendo al llamado “realismo mágico” que prolongó el pintoresquismo que se tenía sobre América, fue seguir deleitando a los europeos con exotismos y fomentándoles la idea de que en América Latina antes del boom no existió gran literatura. El realismo mágico confundió la expresión y las técnicas expresivas con presuntas características del “ser de América”, características que Europa recibió de los cronistas y que alimentó con, por ejemplo, las ocurrencias de Voltaire sobre el ombligo que los cerdos nuestros tenían en el espinazo. Por lo demás, muchas de nuestras manifestaciones literarias suponían que el tema nativo o exótico de por sí garantizaba la calidad de la expresión. Posición muy equivocada, pues la literatura sólo enriquece su expresión, la perfecciona, toma la tradición, la asimila, discute con ella, la reinventa, le aporta, “haciendo mundo”, abriéndose a todas las vertientes del espíritu.
El boom sólo superó esa literatura doméstica que rechazaba a Europa (incluso el mismo Carpentier sólo es posible con el surrealismo francés) y recuperó la línea cosmopolita que engrandece la literatura. Si el boom explotó la interioridad, el sentimiento de incomunicación, si expresó la soledad y el deseo de libertad de las sociedades hispanoamericanas; si reflejó la realidad social del continente, si renovó las fuentes, experimentó con las técnicas narrativas y, en suma, encontró su expresión, es debido a que antes de ellos otros sentaron las condiciones de posibilidad de esas transformaciones en la expresión y la técnicas literarias, con lo cual nuestra literatura logró abrirse camino de tú a tú con la mejor literatura universal. Por eso puede decirse que García Márquez, Carlos Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa, etcétera, son producto de un largo proceso que los críticos mercaderes del boom olvidaron, para cuyo desconocimiento se “hundieron –para decirlo con Gabo– en una especie de idiotez sin pasado”.
1 Rafael Gutiérrez Girardot, La identidad hispanoamericana y otras polémicas (Antología y Estudio Introductorio de Damián Pachón Soto), Bogotá, Universidad Santo Tomás, 2012, pp. 354-355.
2 Rafael Gutiérrez Girardot, Insistencias, Bogotá, Ariel, 1998, p. 221.
3 Gabriel García Márquez, Cien años de soledad (Edición conmemorativa), Real Academia Española de la Lengua, 2007, pp. 56 y 59.
4 Pedro Henríquez Ureña, “Seis ensayos en busca de nuestra expresión”. En Obra crítica, México, Fondo de Cultura Económica, 2001, pp. 241-253.
5 Rafael Gutiérrez Girardot, Insistencias, Op. Cit., pp. 236-237.
6 Ibíd., p. 222.
7 Ibíd.
8 Antonello Gerbi. La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica 1750-1900. México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 7 y 527 y ss.
Profesor Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Santo Tomás. Doctorando en Filosofía.