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Héctor-León Moncayo

Conocer el mundo es una pasión de la infancia que sólo muy pocos de quienes la alientan hasta la edad adulta pueden hacer realidad. Sustitutos escritos ha habido siempre. Hoy los antaño populares relatos de viajeros han sido sepultados por la escandalosa oferta de las novísimas tecnologías de la comunicación. Y la narración de los sucesos, acompañados desde finales del siglo xix por imágenes fotográficas, se han hecho abrumadoramente omnipresentes. En cambio los análisis de los mismos, desde diferentes ángulos, sin los cuales la geografía humana del mundo se nos escapa, siguen precisando del texto escrito. Esto fue lo que tuvo en cuenta Le Monde diplomatique desde su nacimiento.
Aparentemente al servicio de la diplomacia, supo ir más allá. Para eludir la tentación colonialista que en un país como Francia asalta el periodismo apoyado en el sensacionalismo, la caricatura, y lo novelesco, abrió el camino a lo que hoy se denomina periodismo de análisis. Asumió el desafío de llevar al lector no especializado el registro actual y vivo de lo que ocurre en el planeta sin sacrificar el rigor de las ciencias sociales.
Pero a la infantil pasión debe añadirse la necesidad. Hoy es imposible, aún en la más recóndita localidad, prescindir de un mínimo reconocimiento del entorno mundial. No se pretende, desde luego, mantener el seguimiento de todo lo que ocurre en el mundo, sin duda habrá que seleccionar lo que interesa en cada momento, pero el resto permanecerá como material de consulta. Hacer de la lectura una búsqueda incesante nos da la posibilidad de ser auténticos ciudadanos del mundo en el primigenio espíritu de la aventura.

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