Una trampa transatlántica

Una trampa transatlántica

 

 

Se puede apostar a que en las próximas elecciones europeas se va a hablar mucho menos de este tema que de la cantidad de expulsiones de inmigrantes clandestinos o de la (supuesta) enseñanza de la “teoría del género” en el colegio. ¿De qué se trata? Del Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI), que va a afectar a ochocientos millones de habitantes con alto poder adquisitivo y casi la mitad de la riqueza mundial (1). La Comisión Europea negocia este tratado de libre comercio con Washington en nombre de los veintiocho Estados de la Unión; el Parlamento europeo que se elegirá en mayo deberá ratificarlo. Todavía no hay nada cerrado, pero el 11 de febrero pasado, durante su visita de Estado a Washington, el presidente francés François Hollande propuso apurar el paso: “Ir rápido va a ser lo mejor. Si no, sabemos que se van a acumular los miedos, las amenazas, las crispaciones”.
 

 

¿“Ir rápido va a ser lo mejor”? En este asunto, lo importante es más bien parar un poco las máquinas de liberalizar y los lobbies industriales (estadounidenses, pero también europeos) que las inspiran. Más aún si se considera que los términos del mandato de negociación confiado a los comisarios de Bruselas se los ocultaron a los parlamentarios del viejo continente, mientras que la estrategia comercial de la Unión (en el caso de que haya una, más allá de la recitación de los breviarios del laissez-faire) ya no tenía ningún secreto para las grandes orejas estadounidenses de la National Security Agency (NSA) (2)… Semejante preocupación por el disimulo, incluso relativo, raramente anuncia buenas sorpresas. De hecho, el salto hacia adelante del libre cambio y del atlantismo podría obligar a los europeos a importar carne con hormonas, maíz genéticamente modificado, pollos lavados con cloro. Y prohibirle a los estadounidenses favorecer a sus productores locales (“Buy American Act”) cuando encaran gastos públicos para luchar contra la desocupación.

 

Sin embargo, el pretexto del acuerdo es el empleo. Pero, enardecidos por “estudios” que suelen estar financiados por los lobbies, los partidarios del ATCI son más locuaces acerca de los puestos de trabajo creados gracias a las exportaciones, que acerca de aquellos que se perderán a causa de las importaciones. El economista Jean-Luc Gréau recuerda no obstante que, desde hace veinticinco años, a cada nueva escalada liberal –mercado único, moneda única, mercado transatlántico– se la defendió con el pretexto de que reabsorbería el desempleo. Así, un informe de 1988, “Desafío 1992”, anunciaba que “debíamos ganar cinco o seis millones de puestos de trabajo gracias al mercado único. Sin embargo, en el momento en que se lo instauró, Europa, víctima de la recesión, perdió tres o cuatro millones…” (3).

 

En 1998, un Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI), ya concebido por y para las multinacionales, fue completamente destruido por la movilización popular (4). El ATCI, que retoma algunas de sus ideas más nocivas, debe correr la misma suerte. 

 

1   Véase Lori Wallach, “Un tifón amenaza a Europa”, Le Monde diplomatique, edición Colombia, diciembre de 2013.

2   Patrick Le Hyaric, diputado europeo de la Izquierda Unitaria Europea (GUE), publicó el texto integral de este mandato de negociación en su libro Dracula contre les peuples, Editions de L’Humanité, Saint-Denis, 2013.

3   Jean-Luc Gréau, “Le projet de marché transatlantique”, Fondation Res Publica, Nº 76, París, septiembre de 2013.

4   Véase Christian de Brie, “Comment l’AMI fut mis en pièces”, Le Monde diplomatique, París, diciembre de 1998.

 

*Director de Le Monde diplomatique.

Traducción: Aldo Giacometti

 

 

 

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