Las contradicciones de todo tipo potenciadas en la sociedad colombiana por la explotación minera y los proyectos energéticos son inocultables. Decenas de conflictos sociales y ambientales están registrados por todo el país (ver cuadro), dejando en evidencia lo inapropiado de tales proyectos y la contradicción entre democracia formal y democracia directa.
La economía colombiana cuenta con una antigua, sólida y significativa economía minero energética. Son conocidas las transformaciones sociales típicas que esta actividad extractiva provoca en los territorios y que pueden, en consecuencia, ser previstas y cuyos efectos negativos deben ser objeto de concertaciones democráticas y políticas públicas que los eviten y moderen. Los estudios en terreno permiten concluir que los efectos negativos pueden agruparse en tres áreas: concentración del ingreso y la propiedad, ausencia de encadenamientos económicos locales con las actividades minero-energéticas y aumento de la conflictividad por encima de la capacidad del sistema político regional y local para resolverla (1).
Si bien estos efectos negativos son comunes a los municipios donde sobresalen las actividades minero-energéticas, es necesario advertir que estas localidades tienden a diferir significativamente en relación al año de su fundación, el área territorial, la población, las densidades y los grados de urbanización, la concentración de la tierra y los procesos históricos concretos.
No obstante, la investigación empírica sobre la experiencia afrontada por los municipios en Colombia en relación con el ciclo de desarrollo de las actividades minero-energéticas permite establecer un modelo simple de los cambios territoriales que pueden atribuirse directa o indirectamente al impacto de esta economía. En el año 1996, el estudio de Hoyos, Reyes, Molano y Sarmiento, elaborado por solicitud de Ecopetrol, describe la regularidad de estos cambios (2):
i) Su desarrollo atrae migraciones laborales superiores a su oferta de empleo, lo que termina por configurar un mercado de trabajo temporal con un gran desempleo estructural.
ii) Las grandes inversiones iniciales ocasionan una “enfermedad holandesa” regional, con procesos inflacionarios y desestimulo a la producción local, sin generar encadenamientos con la industria minero-energética.
iii) Frente a la inadecuación del sistema político anterior a la bonanza regional para distribuir recursos públicos de manera eficiente, se exacerban las prácticas clientelistas y su complemento, esto es, las conductas colectivas de confrontación para demandar servicios del Estado.
iv) La apertura de vías atrae colonizaciones campesinas trashumantes, cuyo ciclo de expansión del desmonte y posterior concentración de la propiedad pone en movimiento procesos socialmente conflictivos y predatorios de la naturaleza.
v) Las guerrillas, al establecer relaciones con los pobladores, intervienen en el conflicto para presionar a las empresas minero-energéticas con amenazas y sabotajes, y cumplen el papel de intermediarios políticos entre las comunidades y la administración,
vi) La inseguridad afecta a los propietarios y los predispone a vender, de forma que la propiedad tiende a pasar a manos de quienes están decididos a protegerla con organizaciones privadas de seguridad y paramilitares. Estas expulsan a la población campesina considerada hostil y reorganizan al resto como fuerzas de apoyo antiguerrillero. Las empresas minero-energéticas refuerzan esta respuesta con sus políticas de “Seguridad Corporativa” de corte claramente militar.
vii) Como la inversión pública valoriza la propiedad en proporción a las extensiones poseídas, el gasto de las empresas minero-energéticas, las transferencias, las regalías y las inversiones gubernamentales para la rehabilitación de zonas de violencia tienden a beneficiar en mayor grado a los grandes propietarios, reforzando la exclusión e inequidad social y los conflictos locales.
viii) Pasado el auge de la bonanza regional, el balance social de las actividades minero-energéticas depende de la capacidad del sistema económico, institucional y político local para manejar la transición hacia una mayor eficacia en la resolución de los conflictos y una menor dependencia de los ingresos de las actividades extractivas. En distinta medida, todas las regiones que han vivido la experiencia del ciclo de la “bonanza y desarrollo” minero-energético tienen ahora mayores problemas, y los recursos económicos e institucionales, al igual que la organización de la sociedad civil, siguen siendo insuficientes para afrontarlos.
Los estudios recientes sobre las actividades minero-energéticas en Colombia y los efectos negativos que provocan en los territorios reafirman este modelo diagnóstico (ver gráfico 1) (3).
Tres problemáticas son comunes a los municipios por donde transita atropelladamente el tren minero-energético: i) la pobreza superior a los promedios de la nación, el desempleo y la falta de garantía en el disfrute de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales –Desca; ii) el antagonismo entre la sociedad civil y las entidades del Estado; iii) la economía de enclave que caracteriza a las actividades minero-energéticas. El segundo lugar la frecuencia de los conflictos corresponde a la presencia del paramilitarismo, la sociedad civil fragmentada y antagónica y la corrupción en el ejercicio de la administración pública. El tercer nivel de profundidad de los conflictos está asociado con la presencia de la insurgencia, la desconfianza, la violencia y la violación de los derechos humanos, la desarticulación de las agendas públicas, la ausencia de democracia participativa y los débiles mecanismos de participación, la ineficiencia de las entidades públicas, la precariedad de las políticas sociales, la desarticulación y conflicto entre sociedad civil–empresas-Estado, las escasas alternativas productivas sostenibles, la política social de las empresas minero-energéticas arbitraria y excluyente, la parainstitucionalidad de la industria extractiva, el antagonismo entre esta industria y la sociedad civil y, por último, el monopolio y hegemonía de las actividades extractivas.
Esta heterogeneidad y complejidad de conflictos generados por las actividades minero-energéticas en los territorios es potenciada por la ausencia de armonía y coordinación entre los niveles del gobierno central y el ejercicio político local. El modelo extractivista que violenta el ambiente y la sostenibilidad de las comunidades en sus territorios se deja sentir con más fuerza en unas regiones frente a otras; pero el común denominador es la manera como el gobierno nacional atropella los planes locales de desarrollo y la democracia local. El origen de esta situación se encuentra en la Constitución Política de Colombia por su ambigüedad, contradicción y asimetría en términos del poder central Vs el desarrollo territorial y la democracia participativa (el poder local se ejerce sólo en la superficie de los territorios, mientras que el subsuelo y el vuelo aéreo es monopolio del gobierno central), potenciando, de esta manera, los conflictos que genera el ciclo minero energético en sus zonas de influencia.
En efecto, de una parte, los principios fundamentales de la CP de 1991 definen a Colombia como un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democracia participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general (Artículo 1). De otra parte, la CP fortalece la centralización al establecer que el Estado es propietario del subsuelo y de los recursos naturales no renovables (Art. 332; reglamentado por la Ley 685 de 2001 que en su artículo 37 es imperativa al señalar que ninguna autoridad regional, seccional o local podrá establecer zonas del territorio que queden permanente o transitoriamente excluidas de la minería; esta prohibición comprende los planes de ordenamiento territorial y que la dirección general de la economía está a cargo del Estado (Art. 334), desconoce la competencia del régimen municipal de ordenar el desarrollo de su territorio (Art. 311) y restringe la democracia participativa al establecer que la Ley podrá limitar el derecho del pueblo a reunirse y manifestarse pública y pacíficamente (Art. 37; en su reglamentación, la Ley 1453 de 2011 criminaliza la protesta social al penalizar expresiones de las manifestaciones de las organizaciones sociales).
Además, se constata en los municipios de influencia minero-energética la manera como la violencia destruye el tejido social e impide la participación democrática de la sociedad civil. Barrancabermeja, por ejemplo, que es un símbolo histórico en Colombia de organización y luchas sociales y sindicales muestra que la arremetida paramilitar y las masacres ocurridas a partir del aciago año 1998 tuvieron un impacto nefasto en todas las manifestaciones de las organizaciones de la sociedad civil –OSC– (organización, diversidad y participación) y transformaron la diversidad de agendas, concentradas ahora en los temas de Derechos Humanos, paz y derecho internacional humanitario; además, muchas de estas OSC optaron por una reflexión interna y retiro de la escena pública en lo que llamaron “un silencio digno”. Si bien el boom minero-energético genera una avalancha de población heterogénea, la violencia que le sigue implica desplazamiento forzoso, afectando en gran medida a los pobladores originarios de estos territorios.
El tren minero-energético tampoco impulsa el desarrollo local por su característica de economía de enclave. Una economía de este tipo hace referencia a la presencia de grandes capitales que alcanzan un control económico, político e institucional de la sociedad local o regional, depredan sus recursos naturales, instrumentalizan las ventajas geoestratégicas y explotan la fuerza de trabajo, transfiriendo hacia el exterior del enclave las ganancias cuantiosas y, a la vez, modelan de manera fuerte la vida de los pobladores de la región.
La noción de enclave también hace referencia al desnivel o desbalance entre la potencia económica de las empresas monopolistas que operan en el nicho territorial y el resto de la economía local o regional; es un paisaje de contraste, de fuerte desigualdad entre una y otra forma de organización económica. Las empresas en una economía de enclave carecen, por lo tanto, de vinculaciones significativas con los circuitos de la economía local, la institucionalidad pública y las OSC, no hay un proceso de difusión tecnológica, ni de entrenamiento o capacitación de la mano de obra local. Tampoco hay una articulación con actividades complementarias locales, como el sistema educativo, las políticas sociales, el planeamiento urbanístico o el desarrollo sostenible.
La industria minero-energética tiene las características de una economía de enclave en sus zonas de influencia. En general, el crecimiento económico de estas entidades territoriales muestra ritmos superiores al promedio nacional. No obstante, este crecimiento económico no se traduce en términos de mayor bienestar o disminución significativa de las necesidades básicas insatisfechas de los pobladores de estos municipios.
Un objetivo mayor, que involucra la sostenibilidad y la viabilidad del conjunto de la sociedad colombiana en el inmediato futuro, tiene que ver, además del fin del conflicto armado, con la concertación de una política ambiciosa de ordenamiento ambiental de las actividades económicas, organización político-administrativa y de los asentamientos poblacionales en el territorio. Si bien es poco probable que las actividades insostenibles salgan de la economía colombiana (latifundio ganadero, minero-energéticas, monocultivos agro empresariales), la viabilidad del campo colombiano se fundamenta en la economía ambiental (servicios ambientales), la autonomía alimentaria y los productos de agro exportación con sello verde y social. Es un modelo de desarrollo sostenible que tiene como agentes básicos nuestros pueblos raizales (indígenas, negros, campesinos, colonos y comuneros).
Aunque necesario no es suficiente el desarrollo sostenible, Colombia requiere de un modelo integral de desarrollo que también incorpore la garantía de los derechos humanos y la democracia radical, esta es la vía que permite transitar de los modelos económicos extractivos y la barbarie que generan a la esquiva civilización y modernidad del país.
Estado, recursos naturales y comunidad Las manifestaciones sociales de malestar con este modelo minero son múltiples. La inconformidad ciudadana es una de ellas, a la cual le sigue la resistencia social movilizada para evitar que destruyan parte de su territorio, de manera notable páramos –como Santurbán en Santander–, o el desvio de ríos (como Rancherías en La Guajira), o la afectación de fuentes de agua y el conjunto del ecosistema de su región (v. gr. Ibagué, Cajamarca y Armenia con La Colosa). Pero esta resistencia social y comunitaria también alcanza expresiones plebiscitarias o de consulta popular, como sucedió entre 2013 y 2014 en Piedras –Tolima–, Monterrey y Tauramena –Casanare–, experiencias que confirmaron en las urnas la oposición de sus pobladores a este tipo de proyectos. Voto mayoritario que para nada sirvió ya que fue desconocido por el poder judicial y ejecutivo. El Estado es centralista, y la democracia formal no acepta al constituyente primario sino para delegar, no para determinar su propio destino. |
1 Hoyos, G.; Reyes, A.; Molano, A.; Sarmiento, L. (1996). Lineamientos generales para una política social de Ecopetrol. Una perspectiva desde la ética, Resumen ejecutivo. Bogotá, Ecopetrol p. iii.
2 op. cit., pp. 24-25.
3 En particular, sobresale la investigación adelantada por Ecopetrol, Asociación de Fundaciones Petroleras y el CINEP/PPP (EC-AFP-C/PPP); estudio ejecutado durante los años 2013-2014: “Las tendencias de la sociedad civil en Colombia. Una radiografía de la sociedad civil en seis municipios petroleros” (Cinep, Bogotá, 2014).
*Economista, investigador social, integrante del Consejo de redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.