Escrito por Serge Halimi

Un ejército occidental no puede ser vencido. Necesariamente, su derrota es provocada por políticos sin columna vertebral y por auxiliares locales que huyen sin combatir (1). Desde hace más de un siglo, este mito del “puñal por la espalda” alimentó las reflexiones de los belicistas así como sus deseos de revancha. Lavar una afrenta implica preparar el próximo enfrentamiento. Para borrar el “síndrome de Vietnam” y sobre todo el traumatismo del atentado que mató 241 soldados estadounidenses en Beirut el 23 de octubre de 1983, el presidente Ronald Reagan invadió Granada dos días después. ¿Qué pasará luego de las imágenes del aeropuerto de Kabul, humillantes para Estados Unidos, aterradoras para quienes le brindaron sus servicios?

Eduardo Esparza, detalle “Palabra y memoria”, (Cortesía del autor)

“Es el mayor fracaso de la Otan desde su creación”, concluyó Armin Laschet, el hombre que Angela Merkel pretende como sucesor en la Cancillería alemana. En efecto, la Guerra de Afganistán representó la primera intervención de la Alianza Atlántica en los términos del artículo 5 de su Carta fundadora: un Estado miembro había sido atacado el 11 de septiembre (pero no por afganos); los otros firmantes del tratado corrieron en su ayuda (Bulard, pág. 18). La experiencia tendrá el mérito de recordar que cuando Washington y el Pentágono conducen las operaciones militares, sus aliados son tratados como vasallos a los que el soberano concede el derecho de combatir –y de morir–, no el de ser consultados sobre el fin de las hostilidades. Incluso Londres, a pesar de estar acostumbrada a este tipo de ofensas, se quejó de semejante desprecio. Es de esperar ahora que el fracaso afgano no lleve a la Alianza a cerrar sus filas temblorosas siguiendo a Estados Unidos en nuevas aventuras. Haciendo frente, por ejemplo, en Taiwán o en Crimea, contra China o Rusia…

Este riesgo no es inconcebible, pues los desastres provocados por los neoconservadores en Irak, Libia y Afganistán apenas si mellaron su nocividad. Después de todo, los daños humanos los pagan otros; en Occidente, las guerras cada vez más las libran los proletarios. La mayoría de los estadounidenses que combatieron en Afganistán venían de los condados rurales del Estados Unidos profundo, muy lejos de los cenáculos donde las guerras se deciden y se pulen editoriales belicosos. ¿Qué estudiante, qué periodista, qué dirigente político conoce hoy personalmente a un soldado muerto en combate? La conscripción tenía por lo menos el mérito de implicar al conjunto de la nación en los conflictos que sus representantes habían desencadenado.

Cuando se expresan… Desde septiembre de 2001, el Presidente de Estados Unidos, sin aval previo del Congreso, puede lanzar la operación militar que desea con el pretexto de “luchar contra el terrorismo”. No se designa el enemigo, el espacio geográfico ni la duración de la misión. Hace cuatro años, los senadores estadounidenses descubrieron así que ochocientos de sus soldados se encontraban en Níger sólo porque cuatro de ellos acababan de morir allí. Un grupo de parlamentarios de ambos partidos decidió, con acuerdo de Joseph Biden, revocar este cheque en blanco otorgado al Ejecutivo. La guerra no debería depender de la voluntad del príncipe, sobre todo cuando se pretende librarla en nombre de los valores democráticos.

Demagogia securitaria

Esto vale también para un país como Francia, cuyo ejército está desplegado en África. Todo justificaría que se debata inteligentemente de geopolítica, de alianzas, de estrategia de futuro. Sobre todo después de Afganistán. Pero a juzgar por los recientes comentarios de varios candidatos a la próxima elección presidencial, no será así. Emmanuel Macron relanzó la danza de la demagogia securitaria al asimilar a los afganos que huyen del totalitarismo talibán a “flujos migratorios irregulares importantes”. Transformar los refugiados de una dictadura en terroristas putativos le otorgará, según espera, los favores del electorado conservador. Obviamente, los dos candidatos de derecha, Xavier Bertrand y Valérie Pécresse, redoblaron la apuesta; Pécresse llegó incluso a afirmar que “una parte de la libertad del mundo” se juega en Kabul. En cuanto a la alcadesa socialista de París, Anne Hidalgo, prologó su análisis de la derrota occidental con una frase verdaderamente preocupante: “Como ocurre a menudo con Afganistán, fue Bernard-Henri Lévy quien me advirtió”… De allí, sin duda, su conclusión, según la cual “de una manera u otra, tendremos que retomar el camino de Kabul” (2).

Ya no les queda pues a Hidalgo y a Pécresse más que reclamarles a los rusos y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte las recetas de su última marcha triunfal sobre la capital afgana.

1. En realidad, el ejército afgano sufrió pérdidas veintisiete veces mayores (66.000 soldados muertos) que las del ejército estadounidense (2.443 muertos), lo que no impidió que Washington negociara directamente con los talibanes el año pasado, sin preocuparse por el gobierno afgano. 
2. Anne Hidalgo, “L’esprit de Massoud ne doit pas disparaître”, Le Monde, París, 16-8-21.

*Director de Le Monde diplomatique. 
Traducción: Micaela Houston

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