En una sociedad complaciente con el poder, la literatura dominante no podría ser la excepción. ¿Hasta cuándo perdurará la banilidad del bien?
La banalidad del mal, sí, pero es más inquietante la banalidad del bien. Por ejemplo, cómo vende de bien la banalidad del bien en literatura (y la hay en todos los aparatos de representación cultural: cine, tv, series, música). ¿Por qué? Porque la sociedad, siguiendo a Camus, necesita gente que llore en el entierro de su madre. Porque la sociedad quiere apaciguar su frivolidad ética, su pasividad, su abstencionismo, su neutralidad, con moralidad discursiva, con demagogia, con justicias simbólicas.
El protagonista de El ruido de las cosas al caer no se identifica en su grito generacional con el asesinato de Bernardo Jaramillo Ossa ni con el de Pizarro León Gómez ni con los muertos de la Unión Patriótica (que ya eran más de mil para el momento “histórico” en que se sitúa el libro) pero sí trata de identificarse con la sensación de miedo generacional ante el narcoterrorismo, es decir que se identifica con las posibles víctimas de las bombas del cartel de Medellín y la amenaza que se cierne sobre el colegio de ricos donde estudió (el personaje del libro), pero esa amenaza elude datos y coordenadas históricas como el hecho de que ese colegio amenazado, esos barrios amenazados, son aquellos donde estudian los hijos de los ministros y de los magistrados, porque la amenaza narcoterrorista se cierne sobre la plutocracia, por la guerra a muerte de los carteles contra la extradición. En el mismo contexto se daba el genocidio, pero no tienen mención ni alusión en la novela, es decir que esa voz narrativa que reclama el miedo generacional no siente conexión con los crímenes y el exterminio de los miembros de la izquierda.
Habría que examinar las técnicas con que están hechas las novelas de la última década, los puntos de vista, las líneas dramáticas, el método de construcción y destrucción del tiempo, el espacio, los autores, la realidad que capturan y la que dejan ir, la que ponen como decorado, las convergencias o puntos de unión entre fuerzas históricas y microhistoria para ver si el trasfondo conceptual solo esconde otro rasgo de la banalidad del bien.
La banalidad del mal, arrojó Arendt en Eichmann en Jerusalem, es toda la cadena social que hace posible que un tipo humano, un monstruo nazi, capaz de dar la orden de ejecución de un millón de seres humanos con zootecnia, exista (y no el nazi en sí). La banalidad del bien consistiría en observar las prácticas culturales que propagan y avalan las ideas neutrales y emocionales y maniqueas de los detentadores del poder social, político, económico y cultural. Esa mirada parcial está conectada de fondo con la otra banalidad, al ser su revés.
En un país donde el eco es más importante que las palabras, es el eco el que debe ser controvertido. Verdades a medias se propagaron en los aparatos culturales como si fueran verdades oficiales que había que creer y se amplificaron y se fijaron en la conciencia colectiva en los relatos culturales. Se aceptaron testimonios y se avalaron discursos, anticomunistas, neomachistas, reformistas, se disolvieron culpas históricas, se omitieron las voces del contradictor del poder.
Las novelas han hecho parte de esa propagación. Rosario Tijeras banalizó la vida sicarial de Medellín y sublimó la idea de la mujer que mata. La versión al cine la llevó al gran público y la versión para tv la popularizó en las bases sociales inclusive en los propios sectores donde la cotidianidad del sicariato no era un decorado de lo real ni tendía a la sublimación. El cruce de los tres lenguajes omite las tragedias tangenciales y el mecanismo que hace posible vivir de matar.
La virgen de los sicarios, de Vallejo, expresa la perplejidad del salto que da una narrativa sobre violencia a una narrativa violenta, violenta en su lenguaje, violenta en su lugar de enunciación: violenta contra las mujeres por tener matriz, contra la población sin recursos por ser pobres en sí (sin explicaciones económicas). Es una novela que pasa por irreverente al ser su narrador (no su autor) simbólicamente desafiante contra el poder estatuido (representado en Pastrana). El encuentro entre dos clases sociales, la representada por el gramático nihilista y el sicario adolescente de las comunas, es lo que provoca el escándalo, al juntar dos mundos opuestos que usualmente están separados en un mismo argumento dramático. El desconocimiento del entorno y las circunstancias del sicario hace trivial la caracterización. El correlato es la violencia de las vendettas entre bandas de sicarios, pero la verdadera violencia, la implícita, es la de los sectores sociales que aprovechan la explotación sexual de menores para satisfacer necesidades sexuales. Esa instrumentalización del cuerpo es para el gramático (la voz narrativa), el sucedáneo del amor. Y es también violencia, pero se hace invisible por su romanticismo brutal.
La banalidad del bien radica en el posicionamiento cultural de discursos dominantes. Discursos que interiorizan pensamiento político correcto, tergiversaciones históricas, satanizaciones de minorías, hipercorrecciones lingüísticas, verdades oficiales o verdades a medias que se toman por verdades generales. Al propagar las verdades dichas, las oficiales, lo que no quieres que digan, lo que quieres que te digan, permites que los peores crímenes pasen al mismo tiempo que la vida social transcurre, como si la barbarie fuera monótona o como si fuese el decorado natural de lo real.
En una feria del libro la escritora Carolina Sanín, antisexista, se refirió al argumento dramático que todos los escritores “machos” de Colombia se habían estado contando unos a otros, como si la literatura fuera un acto de prepotencia viril. La violencia era un camino cerrado para la autora que solo veía transformaciones estéticas, innovaciones, etc., en la escritura hecha por mujeres. En su caso, solo he leído Ponqué y otros cuentos. La innovación literaria en ese libro breve consiste en relatar episodios de viajes y recuerdos y migraciones educativas en forma anecdótica. El más inquietante es el de Miriam y el escultor judío que vende Ponqués en Nueva York. Si el peso de la violencia colombiana que emerge en la literatura como una fuerza telúrica es omitido, no implica que esta opción conlleve a una renovación técnica y a una nueva estética literaria. Acaso a una variación temática.
Pero la gran mayoría de novelas publicadas en Colombia en lo que va del siglo son apolíticas y acríticas, no abordan la violencia política, ni las confrontaciones sociales. Por el contrario, se centran en la subjetividad de un narrador vinculado al autor (la execrable autobiografía) y a la expansión del pansexualismo. Como la sociedad ha intentado fijar una identidad sexual única, normalizada, teocratizada, de familia nuclear y heterosexual, tal vez el único discurso transformador provenga de ahí, de las novelas con temática homoerótica y queer como los libros de Alsonso Sanchez Baute, Fernando Molano, John Better, Giussepe Caputto. Por lo demás la literatura acrítica no se puso a la vanguardia de las transformaciones estéticas sino como literatura al servicio de la propaganda de la economía.
La banalidad del bien también está en la esfera de la propaganda. Como tenemos una media de la población entre los 15 y los 35 años, las grandes editoriales han tratado de cautivar audiencias imponiendo categorías juveniles a todo tipo de relatos de subgénero. Infantilizando los contenidos de las narraciones. Un efecto de la banalización del bien ocurre en la esfera extraliteraria, con el aparato de propaganda para situar discursos culturales.
Mario Mendoza observó las violencias transpolíticas que llevaban a violencias unipersonales en sus inicios de escritor. Con el caso de Campo Elías, el mercenario de Vietnam que acabó en una noche bogotana con una veintena de personas, pareció acertar con la entronización de la desesperanza que se convierte en el acto egotista del terrorismo unipersonal. Pero del autor que escribió Satanás al que involucionó a esa literatura retrofuturista para subculturas urbanas que se ha convertido en un fenómeno editorial y donde se toman por verdades todos los sucedáneos del misticismo contemporáneo (la teoría de la conspiración, el esoterismo, lo paranormal), el efecto es el de haber desdibujado esas búsquedas transculturales en particularidades subjetivas intrascendentes.
Si esa literatura llevada a los límites de la paranoia por Mendoza y masificada (impuesta ahora en el plan lector de estudios de los colegios del sur de Bogotá) se tomara como una rama de la ciencia ficción, sería inocua. Pero tiene un problema: se propaga con la etiqueta de “Verdad” que se ha querido ocultar, de conspiracionismo.
El mismo procedimiento de masificación de un subgénero literario puede estar ocurriendo con la Vampi, los libros de vampiros de la señorita Andújar, pero en este caso la autora no anda diciendo de colegio en colegio que lo que escribe es verdad. La operación del mercado de la primera tendencia, se explica estadísticamente en que los libros que más se consumen en Colombia son los de esoterismo y el público al que están dirigidos es un público joven, juvenil, acrítico, cautivable. La banalidad del bien está en pasar libros intrascendentes como desafíos contraculturales.
Pareciera que la desidia cultural por todas las tragedias que nos han ocurrido provocara un remordimiento como efecto retardante, y que ese remordimiento diacrónico avala la necesidad de hacer justicia literaria. Al menos para sectores sociales que nunca hicieron reclamos a la verdadera injusticia social, sectores que nunca se paralizaron ni movilizaron ante una masacre o el vacío de poder del abuso militar, ni reclamaron la paz como un mandato social. Por eso nos cautivan más los testimonios (de víctimas, de victimarios) y la no ficción con su rótulo: tomado de un caso de la vida real. Porque se espera que las novelas, los novelistas, hagan justicia literaria, digan lo que no dijeron los dueños de la verdad oficial. ¿Y si las novelas no lo dicen? ¿Y si los narradores imaginarios aceptan solo lo que se sabe de una verdad en un momento dado?
Los mejores relatos en lo que va del nuevo siglo son los que han dialogado con el cuestionamiento de las verdades históricas, sociales y culturales. El crimen del siglo, de Miguel Torres, nos enfrentó al discurso oficial que encuentra en el chivo expiatorio la coartada perfecta para engañar a un país. Necesitamos no solo hijos que lloren a sus madres en los entierros sino monstruos sin voz ni rostro que frenen el ascenso al poder de los caudillos para despedazar en la plaza pública. Necesitamos pretextos para esconder los nexos internos de los magnicidios y los genocidios programados por el propio poder.
Al propagar las verdades dichas, las oficiales, lo que quieres que te digan, permites que los peores crímenes pasen al mismo tiempo que la vida social transcurre como si la barbarie fuera monótona. En Los escogidos, de Patricia Nieto, la gran pregunta no es por la víctima sino el cuestionamiento de lo que se ha normalizado. ¿Quiénes son los cadáveres que han bajado por los grandes ríos de nuestro país a lo largo de todas las guerras? Eso lo sabemos todos. Eran los escogidos por ser testigos. La pregunta es: ¿Dónde están los perpetradores de estos crímenes y por qué siguen matando y usando los ríos de fosa común, por qué les conviene que sean NN, que no salgan a flote, que se los coman los peces, por qué todas las pruebas conducen a ellos y nunca es posible capturarlos y hacer que paguen sus delitos contra la humanidad?
La banalidad del bien consiste en silenciar al enemigo y simular que no existe. Por décadas el conflicto armado convirtió a una minoría inconforme y radical de Colombia en el enemigo. Un enemigo sin voz ni voto. Un enemigo sin historia qué contar. Nos hemos negado a oír esa historia, o nos ha sido vetada. Acaso el posconflicto funcione como una libertad de veto que explique las causas secretas de la violencia. La propia guerrilla no buscó caminos ni formas artísticas para narrar esa otra parte de la verdad, la del contendor, tal vez por el fragor de la guerra o acaso por la miopía del leninismo que veía el arte como un vicio de la burguesía. Y el discurso oficial aprovechó ese silencio, proscribió toda tentativa de narrar desde ese lugar de enunciación como propaganda y extendió el discurso cultural del anticomunismo como si en verdad el comunismo fuera una fuerza política real y el modelo económico del estado fuera el único modelo de vida y de ética que nos quedaba.
Tuvimos alguna suerte en eso: narradores como Alfredo Molano, narradores como Arturo Alape, han sido los cronistas insobornables del país, los que han recorrido una Colombia profunda y han regresado con observaciones agudas sobre la violencia paramilitar, la guerrillera y la estatal que devastó regiones enteras, una guerra que a diferencia de otras que se establecen entre pares ha sido entre un amo y un esclavo, donde el que venza esclavizará al vencido.
Hago mención tangencial a casos literarios de libros muy divulgados y de amplia circulación. Pero la banalización parece estar entronizada en toda la cadena de la cultura. Acaso un crítico desocupado posestructuralista de los de ahora, porque la crítica también envejece y se necesita miradas nuevas para cruzar y descruzar los lenguajes que se juntan en la literatura y la cultura actual, pueda mostrar cómo ocurrió ese tránsito del realismo mágico al hiperrealismo violento, de la brutalidad anecdótica y cultural a la brutalidad lingüística y normalizada, de la literatura sobre violencia a la literatura violenta, de lo subjetivo local pasado a subjetivo universal, del discurso de la víctima al relato de la víctima, del mercado de la literatura a la literatura del mercadeo. La banalidad del bien nos ha hecho más mella que la banalidad del mal.
* Escritor, bloguero y cronista.