“Un punto de encuentro de una red mundial de seguridad, que estableció colaboraciones con más de treinta países” (1). Con estas palabras, la Casa Blanca se empeña en elogiar una Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que, con toda imperturbabilidad, sigue considerándose una alianza no sólo militar, sino también securitaria, incluso en el terreno de la gestión civil de las crisis, dominio de excelencia de la Unión Europea (2). Sin embargo, más allá de la semántica edulcorada de las reuniones transatlánticas, la ilusión grandilocuente y autocentrada de una “OTAN globalizada” se perdió en las montañas afganas. Prisionero de una lógica estratégica tambaleante, Barack Obama sólo terminó encargándose de las consecuencias del “Nation building” (3) y de la guerra de contrainsurgencia de la administración Bush, por medio de un no-compromiso más o menos bien articulado.
La OTAN, al borde de un ataque de nervios
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