Un exabrupto posmoderno, la “ética sin deber”, gana espacio. Develarlo exige situar de manera correcta la complejidad del ser humano, rebatiendo y superando aquellas formaciones morales y éticas que inscriben el deber en un registro que desconoce al sujeto y su dicha de vivir, que no apropia la conquista de un humanismo pertinente a nuestro tiempo, que niega el diálogo y la deliberación y que no acepta que no hay morales o éticas que sean únicas, absolutas e indiscutibles.
Un manido y reiterado discurso inunda nuestra época: “la crisis de los valores”. A toda hora y en todo lugar se oye, las más de las veces con voz de lamento, esta expresión, al punto que el reclamo por la ética ha llegado a ocupar el lugar de la política. Si en los años 70 “todo era política”, en nuestros días “todo es ética” (1); si hace cuarenta años la ética quedaba subsumida en la política, hoy por hoy la política se subordina a la ética. Tal vez, dicho sea de paso, va siendo hora de reivindicar la especificidad de cada una de estas dimensiones, de reconocer su respectivo e inalienable valor y de establecer relaciones entre ellas que no impliquen la difuminación de una en el dominio de la otra.
A propósito de la ética, una variante del discurso posmoderno expresada por Gilles Lipovetsky en su libro “El crepúsculo del deber”, ha venido a formular una proposición que, si no fuera porque los posmodernos nos tienen habituados a la ligereza de sus formulaciones, causaría estupor por absurda: invocar una ética “pos-deber”, una ética ajena a la obligación, al compromiso y a la sanción, una ética indolora. Es decir, bien en la línea de su cruzada contra la política y contra la ética, ahora, rayando casi en el delirio, los posmodernos avizoran una humanidad “más allá del deber”. Una ética sin deber es algo tan desatinado como decir que tengo un cuchillo sin hoja y sin empuñadura, es decir, es un oxímoron que no hace más que ratificar que con las palabras se puede nombrar hasta lo que es contradictorio en sí mismo. “Ética sin deber” es una formulación traída de los cabellos, cuyo origen radica en una errónea y maniquea concepción que poseen los posmodernos sobre el lugar y la función de la ley en el ser humano.
Veamos. La criatura humana llega a ser tal porque tiene escrito en su corazón: “no todo es posible”, lo que señala que para ella, bajo el mismo golpe de la prohibición, algo queda vedado y algo queda permitido. Constituida como un ser-en-falta, ella no sólo es, sino que debe responder a un deber-ser, lo que a su vez advierte que en su caso, y a diferencia del animal, la conducta apropiada no se da de suyo. Precisamente, la ética es una exigencia que pesa sobre el proceder que se despliega respecto al otro y respecto a sí mismo, no siendo infrecuente que las obligaciones para con el semejante entren en contradicción con las que se tienen para consigo.
Además, y es algo decisivo del dominio moral, las reclamaciones que ésta exige arraigan en lo inconsciente del sujeto, determinando que cuando éste trasgrede esa normativa con la que se identifica más allá de su voluntad y de su conciencia, el resorte que inmediatamente se dispara es el del sentimiento de culpa. La moral es una forma del compromiso con el otro y del compromiso consigo mismo, susceptible de ser reflexionada, criticada y revisada –es esto lo que en propiedad constituye la tarea de la ética, pues si la moral atañe a mandatos que nos rigen, la ética es el esfuerzo por proveer una fundamentación o una refutación, racional en cualquier caso, a éstos–, de tal manera que reclama conductas acordes con aquellos valores e ideales con los que se identifica el sujeto. La moral busca ordenar, como propósito principalísimo suyo, nuestras relaciones con la pulsión erótica y con la pulsión tanática, no estando de más decir que hay mandatos morales que se dan en todas las culturas, tales como la prohibición que pesa sobre matar, sobre el incesto y sobre el mentir.
Estas son preocupaciones universales. Cae de suyo que el deber como moral es consustancial al ser humano, a este peculiar ente que en tanto sujeto de la ley deviene de manera inextricable sujeto del deseo y sujeto del deber. En su acepción primera la ley no es otra cosa que el límite que se instaura en la avanzada del goce, límite que traza para el sujeto el campo de lo que se debe hacer y el campo de lo que no se debe hacer. Este trazo del “no todo vale” que hace la ley, cobra formas diferentes, existiendo para cada una de éstas un tipo de sanción particular y pertinente. Por lo menos se podrían enunciar cuatro formas que adopta la ley: la jurídico-política, que cuando no es respetada se replica con la pena legal; la consuetudinaria, es decir, la atinente a las costumbres, cuya violación se sanciona con la pérdida de la estimación que depara el otro o con el sinsabor en el propio sujeto; la artificial, por ejemplo la que nos inventamos en ese dispositivo de la actividad reglamentada que es el deporte, en la cual el desacato es causa del castigo que pesa sobre el infractor; y la ético-moral, la que al ser trasgredida desata de inmediato ese mecanismo sancionatorio que es el sentimiento de culpa. Agréguese a todo esto que ninguna forma de la ley es de origen ultramundano, al igual que tampoco proviene de la naturaleza, siendo todas ellas formas históricas, lo que es tanto como decir que son variables en el tiempo.
Dicho a grosso modo, y esto con referencia a nuestra cultura, la occidental, se puede bosquejar una historia de la moral, más allá de Grecia y de Roma, que señala tres momentos: la Premodernidad, en la que la moral cobró expresión religiosa y tuvo como criterio decisivo suyo a Dios y sus mandamientos; y la Modernidad, la cual se desdobla en la modernidad temprana (del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XX) y en la modernidad tardía (de la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días), siendo en ambos decursos una moral laica, pero denotando en la primera variante una modalidad que doy en llamar “rigorista”, caracterizada por el peso aplastante de los ideales colectivos (patria, partido, familia, pareja, gran causa, etcétera) erigidos a costa del sujeto y de su singularidad, mientras la segunda variante, que denomino “subjetivista” (lo que no quiere decir, necesariamente, individualista), incluye al sujeto y, por tanto, su deseo, sus intereses, sus concepciones y su libertad. Esta última manifestación “subjetivista” es la que ha dado lugar a la emergencia de muy diversas morales y de muy diversas éticas, abriendo esta instancia de la ley a la reflexión, la argumentación y la controversia, superando así el imperio de una moral única.
Moral y nuevo humanismo
Lo anterior nos pone de cara a la necesidad de promover morales no fundamentadas en Dios, en la naturaleza, en lazos sociales insuperables o en hipotéticos paraísos terrenales, sino en una nueva versión del humanismo que, más allá de la renacentista, conciba al ser humano, en tanto agente y destinatario de la ley moral, caracterizado, por lo menos, por los ocho rasgos siguientes: 1. Humano es, únicamente, todo aquel que es ser-del-lenguaje; 2. En tanto lo anterior, los humanos se reconocen como semejantes, valga decir, como cruzados por algo que es común a todos ellos; 3. Simultáneamente a la semejanza que se instaura entre los humanos, resalta, como efecto de su inscripción en el lenguaje, la diferencia que proviene de su constitución en tanto sujeto y, por ende, en tanto singularidad irrebasable; 4. La pluralidad, que advierte que hay muchas formas de ser humano, aunque no puedan ser tomarlas de manera indiferente; 5. El ser humano como criatura facultada para disponer y proceder con una razón instruida; 6. Hay dignidad indefectible en todo humano por el mero hecho de ser humano; 7. En lo humano no hay jerarquías innatas ni eternas, y 8. El ser humano debe asumirse como una criatura humilde y modesta en relación a su lugar y papel en el universo, reconociéndonos como un simple accidente evolutivo, habitantes de un planeta pequeño e insignificante, que deambula precariamente en un rincón cualquiera del cosmos, de tal manera que, superando el envanecimiento narcisista que caracterizaba al humanismo renacentista, aceptemos que la vida del ser humano, en la escala del universo, no es de mayor importancia que la vida de una hormiga, siendo nosotros importantes sólo para nosotros mismos y reconociendo, eso sí, que frente a otras formas vivas somos la única que puede y debe hacerse cargo de sí.
Es menester, por tanto, defender un mundo caracterizado por la pluralidad de sus morales y la pluralidad de sus éticas, donde las diferencias entre éstas se respeten confrontándose de manera mutua y donde se propicie el debate abierto y racional, por ejemplo, entre las éticas monológicas y las dialógicas, entre las éticas de la convicción y las de la responsabilidad, entre las éticas universalistas y las relativistas; en todo caso, éticas que, como tal, asuman que lo que hay que superar no es el deber –afirmación ésta absurda e irresponsable, pues el deber es condición necesaria de la humanidad misma–, sino que lo que hay que rebatir y superar son aquellas formaciones morales y éticas que inscriben el deber en un registro que desconoce al sujeto y su dicha de vivir, que no apropia la conquista de un humanismo pertinente a nuestro tiempo, que niega el diálogo y la deliberación y que no acepta que no hay morales o éticas que sean únicas, absolutas e indiscutibles.
** Este artículo evidencia parte de lo que en comunidad se reflexionó sobre el tema que lo titula, en el marco de una labor de formación ciudadana que mensualmente avanza en Medellín-Colombia, denominada “La conversación del miércoles”. Texto editado por Sandra Lucía Jaramillo Restrepo. Dirección de proyectos Corporación Cultural Estanislao Zuleta. Contacto: sandra@corpozuleta.org. Su versión completa se encuentra en la publicación periódica virtual: Boletín de La conversación del miércoles, alojada en http://bit.ly/XqfBWd
1 Comte-Sponville, Andre, ¿El capitalismo es moral?, Editorial Paidós, 2004
* Profesor de la Universidad Nacional, Sede Medellín, Departamento de Estudios filosóficos y ulturales. Miembro de la Corporación Cultural Estanislao Zuleta. Contacto: carlosmgonzal@gmail.com.
Palabra desatada
por Santiago Gutiérrez Gómez*
Tarde pasada por agua lluvia. Anochecer frío. Jornada laboral culminando. Ciudad congestionada. Calles atestadas de habitantes ocupados en transitar a lo suyo. En un salón encaramado en un piso alto de un edificio del centro (de Medellín), algunos ciudadanos y ciudadanas reunidos para darle curso a la palabra y a la escucha. Allí se ofrece la síntesis de una conferencia, se enuncian proposiciones, ideas transitan, se dan malentendidos, emergen dudas, se cruzan aclaraciones, hay confusión, priman la inquietud, el desconcierto, las ganas de hacerse a entendimientos, irrumpe también la comicidad. El tema: la moral, un asunto primordial al ser humano. A continuación una redacción de lo que allí se dejó escuchar (…).
Se dice del Hoy que en él reina la crisis: los referentes absolutos se descomponen, provocan hastío y pocos son los individuos en quienes aún tienen influencia sin que les causen alguna indigestión anímica. Es la tendencia que la diversidad se imponga e incluso en ella la moral encuentra expresión: hay diversidad de morales. Entre ellas, hegemónicas y de gran longevidad, la moral laica rigorista y la moral religiosa, tienen en común que están fundadas en una perspectiva sacrificial: la del sujeto en tanto ser singular, el sacrificio de él en función del bienestar del otro en la primera de ellas; el sacrificio de él en función de unos mandatos arrojados alguna vez desde el cielo, en la segunda. Dados a habitar en el mundo actual, donde el fenómeno de la diversidad reclama mayor espacio cada vez para darle mayor cabida a los sujetos en tanto seres singulares, resulta imprescindible superar la perspectiva sacrificial, es menester dar con sistemas normativos que no sean causa de la reducción de la singularidad a la expresión de su extinción. Este es el esfuerzo de que trata la ética en cuanto intento racional por fundamentar el acatamiento o no de unas prescripciones morales (…).
La lucha por una sociedad democrática, más justa, plural, equitativa, organizada y respetuosa, que acoja la existencia de morales diversas que contemplen preceptos comunes de validez universal, es una lucha propia del combate de las ideas. Que la humanidad haya alcanzado el reconocimiento de que al interior de ella ocurren cosas aberrantes, como es por ejemplo el que hayan personas que mueran de hambre, y la convicción de que eso es intolerable, es un acontecimiento que hay que saber estimar y entonces no desanimarse en la búsqueda de otros presentes y realidades para la humanidad: no hay porqué desfallecer en la creencia del valor de la ética.
Y a la difícil pregunta ¿cómo construir nuevas valoraciones normativas en el relacionamiento con el otro en función de los nuevos contenidos de la vida humana, que la van haciendo más compleja?, en el orden de su aparición, dos contestaciones apresuradas pero no por ello desprovistas de alguna verdad, la primera que obliga a sonreír a causa de la titánica exigencia que guarda: ¡instaurar un Estado Asambleario de corte permanente!; la segunda que extiende la duración de la sonrisa y recuerda una ocurrencia disparatada de Ulrich, el hombre sin atributos del escritor austríaco Robert Musil2: ¡que se funde un ministerio de la moral!
* Egresado de arquitectura de la Universidad Nacional, Sede Medellín. Escritor. Miembro de la Corporación Cultural Estanislao Zuleta. Contacto: manfreds_01@hotmail.com.
** Musil, Robet, El hombre sin atributos, Editorial Seix Barral, 2004.