Entre promesas y realidades

En un mundo donde el cambio climático ya no es una amenaza futura, sino una realidad presente y devastadora, América Latina y el Caribe cargan con una doble injusticia: su alta vulnerabilidad y la baja asignación de recursos para enfrentarla. A pesar del histórico lanzamiento del Fondo para Responder a Pérdidas y Daños (FRPD), el camino hacia la justicia climática sigue sembrado de promesas incumplidas, disputas geopolíticas y estructuras financieras que reproducen exclusión. ¿Puede este nuevo Fondo cambiar las reglas del juego o será solo otro eslabón en la larga cadena de frustraciones?

Una oportunidad histórica frente a una deuda pendiente

La creación del Fondo para Responder a Pérdidas y Daños (FRPD), acordado en la COP27 de 2022 y lanzado oficialmente en la COP28 de 2023, representa un hito histórico en la gobernanza climática internacional. Su adopción fue producto de complejas dinámicas diplomáticas y presiones sostenidas por parte de los países en desarrollo, que enfrentaron una prolongada resistencia de actores clave como Estados Unidos y la Unión Europea. No obstante, el establecimiento del FRPD genera interrogantes fundamentales: ¿puede este Fondo corregir los fracasos de los mecanismos financieros previos?, ¿será capaz de traducirse en impactos tangibles para las poblaciones más afectadas?, ¿o acabará replicando las promesas incumplidas del financiamiento climático?

Durante 2024, la Junta del FRPD, integrada por 26 miembros, se concentró en el diseño institucional del fondo. Se eligió a Filipinas como país anfitrión de su sede y se firmó un acuerdo con el Banco Mundial para que actuara como fiduciario interino y albergara la Secretaría en su fase de transición, prevista para completarse en 2025. Paralelamente, se comenzaron a debatir los principios del modelo operativo a largo plazo, liderado por los copresidentes de Sudáfrica y Francia.

En el plano conceptual, el FRPD introduce un componente innovador al enfocarse en lo que se denomina “pérdidas y daños”, un concepto aún no definido de manera unívoca bajo la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), pero que hace referencia a las consecuencias del cambio climático cuando los esfuerzos de adaptación resultan insuficientes o inexistentes. Estas pérdidas incluyen tanto impactos económicos como no económicos, generados por eventos extremos o por fenómenos de evolución lenta, como el aumento del nivel del mar, el retroceso de glaciares o la degradación paulatina de suelos y biodiversidad (1).

Desde la adopción de la CMNUCC en 1992 y su entrada en vigor en 1994, el financiamiento climático fue reconocido como un componente esencial del principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas. En teoría, los países desarrollados –históricamente responsables de la crisis climática– debían canalizar recursos hacia los países en desarrollo para apoyar acciones de adaptación y mitigación. Sin embargo, en la práctica, tanto la atención política como los flujos financieros se concentraron casi exclusivamente en la mitigación de gases de efecto invernadero, relegando la adaptación y, especialmente, el financiamiento orientado a pérdidas y daños.

La creación del FRPD responde a este vacío histórico. Frente al fracaso de las estrategias de mitigación –que no lograron reducir significativamente las emisiones– y a la limitada eficacia de los esquemas de adaptación, se reconoce por primera vez la necesidad de un mecanismo específico para abordar los efectos ya irreversibles del cambio climático.

En ese contexto, el FRPD se posiciona como una herramienta complementaria a los fondos climáticos verticales existentes: el Fondo de Adaptación (FA), centrado exclusivamente en adaptación; el Fondo Verde para el Clima (FVC), que aborda tanto mitigación como adaptación; y el Fondo para el Medio Ambiente Mundial (GEF), con una agenda ambiental más amplia. A diferencia de estos, el FRPD enfoca en el centro de su acción no solamente las pérdidas económicas sino también las pérdidas no económicas –como la pérdida de vidas, salud, identidad cultural o biodiversidad– causadas por procesos graduales y no solo por desastres repentinos.

Su diseño inicial contempla aprovechar la arquitectura institucional ya existente, permitiendo en una primera fase que entidades acreditadas por otros fondos como el FA, el FVC o el GEF actúen como receptoras. Estas entidades son mayormente ONGs, Bancos de Desarrollo, Instituciones gubernamentales y organismos internacionales. Posteriormente, se definirá un mecanismo de preselección para nuevas entidades interesadas, lo que podría abrir la puerta a actores con mayor conocimiento territorial.

Tensiones estructurales y riesgos de reproducción de inequidades

Desde su concepción, el FRPD ha estado marcado por profundas tensiones entre países desarrollados y aquellos en desarrollo, reflejadas en su Junta Directiva. Estas diferencias abarcan desde la definición de su propósito hasta su escala, alcance operativo y criterios de elegibilidad. Mientras los países desarrollados abogan por un enfoque limitado y preventivo –con instrumentos financieros preestablecidos como seguros o planes nacionales centrados en fenómenos de evolución lenta–, los países del Sur Global exigen un mecanismo integral que incluya respuestas rápidas tras emergencias, procesos de recuperación y reconstrucción, así como la atención de daños económicos y no económicos.

Estas diferencias no son solo técnicas; reflejan visiones opuestas sobre lo que significa justicia climática. Para los países desarrollados, el FRPD debe demostrar “valor añadido” frente a otros fondos ya existentes y priorizar únicamente a los países más vulnerables. Para los países en desarrollo, el Fondo debe ser el mecanismo central para abordar pérdidas y daños, dado que el ecosistema actual de financiamiento climático es fragmentado e insuficiente para cubrir sus necesidades reales (2).

Esta divergencia también alcanza el modelo operativo propuesto. Mientras los otros fondos impulsan mecanismos verticales, gestionados por intermediarios tradicionales, el FRPD se plantea como un mecanismo “bottom-up”, es decir, liderado desde los países receptores, y con un enfoque de apropiación local. Este principio implica que los países deben poder decidir, a través de procesos inclusivos y consultivos, qué tipo de apoyo necesitan, cómo gestionarlo y con qué actores territoriales articularlo. En teoría, esto representa un cambio estructural en la gobernanza del financiamiento climático. En la práctica, sin embargo, las estructuras de poder y las lógicas de intermediación siguen reproduciéndose.

La experiencia latinoamericana ofrece señales de alerta. En contextos caracterizados por altos niveles de desigualdad y concentración de poder, la mediación de fondos a través de entidades gubernamentales o multilaterales sin capacidad territorial efectiva puede reforzar la exclusión de los sectores más afectados: comunidades rurales, pueblos indígenas y mujeres. La ausencia de una asignación directa para actores comunitarios o el uso de criterios estandarizados y tecnocráticos pueden dejar fuera del acceso a quienes enfrentan las peores consecuencias del cambio climático.

Además, en varios países de la región, la relación entre desastres ambientales y actividades extractivas –como la minería o el agronegocio– es directa, ha generado contextos de criminalización y violencia hacia liderazgos locales que defienden el territorio y la biodiversidad. El diseño del FRPD, si no incluye salvaguardas de derechos humanos y mecanismos de participación real, corre el riesgo de financiar procesos que excluyen o silencian a estos actores clave.

Uno de los aspectos más críticos es el financiamiento. Durante la quinta reunión de la Junta Directiva del FRPD (Bridgetown, abril 2025), se acordó que la mitad de estos fondos deberá destinarse a pequeños Estados insulares en desarrollo y a países menos desarrollados, considerados especialmente vulnerables. Las subvenciones previstas por proyecto oscilan entre 5 y 20 millones de dólares. Si bien este criterio busca priorizar a los países más afectados, implica que para América Latina y el Caribe –con excepción de Haití y otros países caribeños– el acceso será limitado, y los gobiernos deberán recurrir a fondos complementarios para atender sus necesidades.

Aunque la Unión Europea anunció un compromiso de 766 millones de dólares para el fondo a marzo de 2025, solo 475 millones han sido confirmados, y apenas 261 millones fueron desembolsados (3). La Colaboración para Pérdidas y Daños, una red global de organizaciones, estima que las necesidades reales de los países en desarrollo ascienden a 400.000 millones de dólares anuales. El presupuesto actual es, por tanto, marginal.

Esta falta de correspondencia entre compromisos y ejecución no es nueva. El objetivo de movilizar 100.000 millones de dólares anuales en financiamiento climático, prometido por los países desarrollados desde 2009, no se ha cumplido plenamente. Según Oxfam (4), en el año 2020, mientras los donantes afirmaban haber entregado 83.300 millones de dólares, el apoyo real –según cálculos independientes– apenas alcanzó los 24.500 millones, recursos en su mayoría canalizados en forma de préstamos: y en 2022, el 71 por ciento del financiamiento climático fue deuda, y solo el 29 por ciento donaciones. Una realidad que contradice el principio de compensación por la “deuda climática histórica” que reclaman los países del Sur Global y agrava la carga financiera de quienes menos han contribuido al calentamiento global. En sí, el FRPD nace en un contexto de escepticismo justificado. Las promesas de los países desarrollados se han caracterizado por la asimetría entre lo anunciado y lo ejecutado. 

América Latina, reparación y justicia climática: lecciones desde la región

Aunque el FRPD es un instrumento novedoso en el marco del financiamiento climático internacional, no parte de un terreno completamente inexplorado. América Latina cuenta con una trayectoria relevante en materia de políticas de reparación, implementadas en contextos de violencia política, conflictos armados y violaciones a los derechos humanos (5). Estas experiencias ofrecen lecciones valiosas para el diseño y la implementación del FRPD, en especial en lo relativo al reconocimiento de daños no económicos, la participación comunitaria, y los mecanismos de acceso equitativo.

En Chile, tras el fin de la dictadura militar (1973–1990), se establecieron programas de reparación que incluyeron pensiones vitalicias, asistencia en salud y becas educativas para las familias de las víctimas. Si bien representaron un avance en términos de justicia simbólica y compensación económica, fueron criticados por su alcance limitado y por depender de procesos formales de verificación que excluyeron a muchas víctimas.

El caso de Perú, tras dos décadas de conflicto interno, puso en marcha un programa de reparación integral basado en las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Este contemplaba reparaciones económicas, educativas y simbólicas. Sin embargo, el acceso desigual, las demoras administrativas y la falta de atención diferenciada para comunidades rurales e indígenas limitaron su efectividad.

Colombia, en un contexto aún marcado por el conflicto armado, implementó en 2011 la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, que contempla compensaciones económicas, restitución territorial y atención psicosocial. Su diseño incluye un reconocimiento explícito de las pérdidas materiales, sociales y emocionales, pero su implementación ha enfrentado serios desafíos operativos, debido a la persistencia de la violencia, la complejidad de los procesos y las limitaciones institucionales.

Estos casos revelan la importancia de varios elementos clave que deben considerarse en el diseño del FRPD. En primer lugar, el reconocimiento de la diversidad de daños: más allá de lo económico, muchas comunidades enfrentan pérdidas inmateriales –como la salud mental, la cultura, el conocimiento ancestral o el sentido de pertenencia a un territorio– que no se capturan fácilmente con los instrumentos financieros convencionales. El FRPD debe tener la capacidad de identificar y atender estas dimensiones no económicas de la pérdida.

En segundo lugar, es esencial garantizar el acceso equitativo. Los programas de reparación en la región han mostrado que, sin mecanismos simplificados, culturalmente pertinentes y territorialmente descentralizados, los sectores más vulnerables –particularmente comunidades indígenas, mujeres rurales y juventudes excluidas– quedan fuera del alcance de las políticas. En este sentido, el FRPD debería prever esquemas de acreditación flexibles, lenguajes accesibles y mecanismos comunitarios de validación de daños, que no dependan exclusivamente de registros oficiales o diagnósticos técnicos.

Tercero, se requiere fortalecer las capacidades institucionales de los países receptores. Incluso los mejores diseños pueden fracasar si no se cuenta con estructuras administrativas, logísticas y presupuestarias capaces de implementar las acciones. El FRPD debe destinar recursos específicos para apoyar esta dimensión, sobre todo en contextos de alta fragilidad institucional.

Además, el proceso participativo es un componente ineludible. Los programas que han omitido la voz de las víctimas o han reducido su participación a consultas simbólicas han visto erosionada su legitimidad. El FRPD debe garantizar que las comunidades afectadas no solo sean destinatarias de los fondos, sino también agentes activos en la definición de qué se considera una reparación justa y cómo debe implementarse.

Por último, la flexibilidad es clave. Los contextos cambian –como lo ha demostrado la evolución del conflicto en Colombia– y los fondos de reparación deben estar preparados para ajustarse a nuevas realidades, incluyendo desplazamientos prolongados, cambios climáticos imprevistos o crisis superpuestas (como pandemias o conflictos sociopolíticos).

Un aspecto que no puede pasarse por alto es la perspectiva de género. La propuesta inicial de este Fondo en los aspectos “no económicos” reconoce de forma en su listado de actividades los costos de la economía del cuidado y de la violencia doméstica, pero no desarrolla mecanismos específicos para cerrar las brechas estructurales que las afectan. Incorporar la economía del cuidado, reconocer las tareas reproductivas y garantizar el acceso de mujeres organizadas al proceso de toma de decisiones sería un paso transformador. Si se toma en serio el enfoque “bottom-up”, esta es una oportunidad histórica para saldar siglos de exclusión de las mujeres del sistema económico formal y del acceso a la reparación.

En definitiva, el FRPD no puede replicar los patrones tradicionales del financiamiento climático. Si su promesa es responder a los daños irreversibles causados por el cambio climático, entonces su diseño debe estar a la altura del desafío: centrado en las personas, atento a las desigualdades estructurales, y capaz de escuchar y actuar según las voces de las comunidades afectadas. América Latina, con su experiencia en reparación y resistencia, tiene mucho que aportar a este proceso. El desafío es enorme, pero también lo es la oportunidad de avanzar hacia una verdadera justicia climática.

1. Oxfam (2022). Pendiente de pago: Por una financiación justa de las pérdidas y daños en una era marcada por los crecientes efectos del cambio climático. https://www.oxfam.org/es/informes/pendiente-de-pago

2. Boell Foundation (2025). Loss and Damage Fund Board: Getting It Right from the Start. https://us.boell.org

3. Boell Foundation,op. cit.

4.  Oxfam (2023). Climate Finance Shadow Report 2023: Assessing the delivery of the $100 billion commitment. https://policy-practice.oxfam.org/resources/climate-finance-shadow-report-2023-621500/

5. Klinsky, S., & Moffett, L. (2025). Turning reparations lessons into insights for the fund for responding to loss and damage. Climate Policy. https://www.tandfonline.com/doi/abs/10.1080/14693062.2024.2446523

* Respectivamente: Coordinadora de Investigación y Policy, Oxfam en Bolivia y Oficial de Justica Climática, Oxfam en Bolivia.

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Información adicional

El reto del Fondo para Responder a Pérdidas y Daños en América Latina
Autor/a: Natasha Morales y Juan Pablo Ramos
País:
Región: América Latina y El Caribe
Fuente: Periódico Le Monde diplomatique, edición Colombia Nº255, junio 2025
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