Racionamiento de agua en Bogotá, algo impensable hasta hace un año o menos, es desde hace algunos meses realidad cotidiana en la principal ciudad del país, no solo por ser su capital sino por la cantidad de gente que la habita y por su peso en la economía nacional.
Esta contingencia, algo que sufren desde siempre muchos municipios del país, en especial pequeños y de manera notoria ciudades de la costa norte en las que sus pobladores la reciben cada día por algunas horas y sin mucha potencia, obligadas por ello las familias a comprarle al comerciante informal del carrotanque la cantidad faltante para surtir canecas y/o el tanque que adorna la parte superior de gran cantidad de casas, en una cotidianidad prolongada por tantos años que parece más castigo que incapacidad administrativa de los gobernantes, realidad traducida, además en sobrecostos que golpean el bolsillo familiar.
El racionamiento de agua es algo incomprensible que suceda en un país como Colombia, bañado a lo largo y ancho de todas sus coordenadas por infinidad de ríos, quebradas, arroyos; realidad más allá de su conformación natural que denota la ausencia de planificación adecuada, tanto del crecimiento de las urbes como de las redes de servicios públicos con que deben contar cada una de ellas, realidad que siempre da pie para que en época electoral los politiqueros de siempre ofrezcan y se comprometan con resolver la sed de millones, promesa, cosa rara, que no cumplen. También resulta incomprensible que ocurra en una ciudad como Bogotá, rodeada de páramos y, por lo tanto, con fuentes de agua, supuestamente, infinitas. Además de varias represas, infraestructura que impedirían llegar a los extremos hoy en curso.
La evidencia realza que no es así: los inocultables errores de las últimas alcaldías en la proyección de largo plazo de una ciudad que en realidad es una megalópolis, y que además abastece del vital líquido a una decena de municipios cercanos, brota y extiende ante toda su población muchas preguntas. Sería bueno precisar el porqué, el cómo y quiénes son responsables de esta contingencia, así como qué hacer para superar el racionamiento y evitar su enquistamiento, entre otros interrogantes que pueden rondar las mentes de millones de personas.
Es esta una crisis por improvisación que coincide y está potenciada por el fenómeno de El Niño, que golpeó al país por varios años; asimismo, las evidentes manifestaciones del cambio climático, sin dejar de valorar, además, los coletazos que afectan su gran cuenca por efecto de las quemas de bosques y selvas en el Orinoco y la Amazonia. Igualmente, se debieran valorar las prácticas devastadoras que van mermando el potencial acuático de los afluentes de los grandes ríos, todo ello por separado pero que, sumado, pasa hoy la cuenta en el grifo a más de diez millones de habitantes de la capital y los municipios vecinos.
Esta compleja coyuntura invita u obliga a encarar un postergado debate: hasta dónde puede ser poblado un territorio determinado, para que sea ambientalmente viable, así como debatir sobre los servicios públicos que debe garantizar, su propiedad y la manera de administrarlos mejor; en particular, usos y consumos de agua, energía –gas y electricidad–, transporte público y todo aquello que es colectivo.
Estamos ante una certeza compleja, pues tiene que ver con la existencia de millones de personas, como de otras especies animales y vegetales que pueblan el territorio, y que jamás debería pensarse o asumirse como negocio –tal como lo evidencia la factura que llega a cada casa, cada mes o cada dos meses, según se trate de una u otra ciudad– y sí como derecho.
No vivimos una realidad simple ni pasajera, y por resolverse como reto colectivo, con manejo informado por parte de la población, algo que de alguna manera sucede desde décadas atrás en decenas de municipios de la extensa geografía nacional, en los que el agua es administrada por acueductos comunitarios: la comunidad, podría decirse, con “el grifo en la mano”. La propiedad y el control de un bien colectivo implica el cuidado de cuencas y microcuencas, y todo lo que ello conlleva, y no solamente preocuparse por el estado de las tuberías y el “flujo de la vida” por ellas.
Estas realidades tienen antecedentes, entre ellos lo sucedido en Sudáfrica y México, en centros como Ciudad del Cabo (1) y Monterrey (2), con racionamientos extremos y alertas de “hora cero”, que dejan en claro cómo el cambio climático no es invención de científicos y ambientalistas sino el resultado cierto de la emisión ininterrupida y creciente de gases de efecto invernadero, que ya muestran consecuencias. En este sentido, es visible la alteración de los ciclos de lluvia, concentrados en períodos reducidos de inundaciones y que dejan amplios lapsos de sequía que amenazan la producción primaria y el suministro de agua para la población. La crisis del servicio de luz eléctrica en Ecuador, con cortes de hasta 14 horas diarias, es resultado de la merma de sus represas, suceso que se constituye en otro llamado de atención sobre el extremo curso ambiental en el cual está inmersa la humanidad.
Precisamente, es esta compleja realidad lo que aborda el informe “La economía del agua: valorar el ciclo hidrológico como un bien común global”, de la Comisión Global sobre la Economía del Agua (3), dado a conocer al cierre de la primera quincena de octubre pasado. En este documento se advierte que más de la mitad de la producción mundial de alimentos se podría desvanecer en el próximo cuarto de siglo, a menos que se tomen medidas urgentes, relativas a la conservación de los recursos hídricos, y asimismo se ponga fin a la destrucción de los ecosistemas de los que depende la generación de agua dulce.
En su informe, la organización recuerda que la escasez de agua ha provocado sequías, inundaciones, olas de calor e incendios forestales cada vez más frecuentes y graves en todo el planeta, así como presenta la realidad alarmante de que ya no podemos contar con la disponibilidad de agua dulce para nuestro futuro colectivo, debido al uso irracional que hacemos del líquido.
El manejo irresponsable de un líquido que creíamos nunca nos faltaría, arroja efectos catastróficos. Veámos: cada día mil niños mueren por falta de acceso a agua potable, más de 2 mil millones de personas (uno de cada cuatro seres humanos) carecen de este servicio y 3 mil 600 millones de personas (44 por ciento de la población mundial) no tienen servicios sanitarios seguros, todo lo cual afectará a cada vez más gente y en mayor medida mientras no se haga frente al cambio climático y en tanto no se ponga fin al uso destructivo de la tierra, la debilidad de la economía y la mala gestión de los recursos hídricos. Son cuatro factores que llevan al ciclo mundial del agua a un estrés sin precedente, de los cuales el primero escapa al control que Colombia pudiera pretender, lo que deja el reto de actuar sobre los otros tres.
Naturalmente, no se trata de ignorar el problema del calentamiento global sino de ser realistas, toda vez que nuestro país aporta un escaso 0,37 por ciento de los gases de efecto invernadero que hoy afectan a nuestro planeta, por lo que, incluso si redujera su impacto a cero, seguiría a expensas de las 10 naciones que producen 70 por ciento del dióxido de carbono (el principal Gas de Efecto Invernadero).
Con estos datos, y sin ignorar la necesidad de reducir las emisiones de tales Gases, y de mitigar otros impactos climáticos adversos, Colombia debe concentrarse en el uso de la tierra, la economía y la gestión de los recursos hídricos. En el primer tema, está claro que el país tiene todo por hacer, desde realizar integralmente la reforma agraria y con ella superar el latifundismo y el uso irracional que sus propietarios hacen de la tierra, que en muchas ocasiones tiene que ver con monocultivos –como la caña de azucar, palma africana, ambas ahora también pensadas como fuente de combustible para aviones y otros motores– y el agronegocio en general, enfocado en producir ganancias procedentes de la exportación de mercancías como flores, aguacate Hass, que demandan y absorven altas cantidades de agua, y sin preocupación por garantizar los alimentos que requiere el país.
En esta realidad, no se puede ignorar el impacto que generan las industrias de gaseosas y cervezas, altas acaparadoras de agua y que en ocasiones accede a recursos subterráneos, los mismos que debieran ser reserva intocable de la totalidad social que somos. Ocurre lo mismo en el caso de la minería, fuente de contaminación de aguas y destrucción de ecosistemas, tanto como en la especulación inmobiliaria, enfocada en construir más y más edificios, sin preocuparse por el impacto sobre el entorno ambiental y el peso que multiplica sobre el conjunto de servicios públicos, por garantizar en tiempo y calidad a sus futuros ocupantes, entre ellos el surtido de agua.
También en este mismo campo es indispensable garantizar todas las capacidades del Estado en contener la deforestación, causa del empobrecimiento del suelo y de interrumpir el ciclo del agua por falta de una cubierta forestal que impida su evaporación y la conduzca a los mantos freáticos, al tiempo que mantener constantes y amplias campañas de reforestación y recuperación de bosques con especies nativas, garantía, además, de hábitat para otras muchas especies vegetales y animales: vida que procura vida. Con igual énfasis, es indispensable dar al traste con los crecientes sembrados de coca y marihuana, en no pocas ocasiones a costa del desmonte de extensas áreas de bosque, con la consecuencia de contaminación por el vertido de químicos y gasolina no tratados, y que van a fuentes de agua desde los laboratorios artesanales donde se procesa la hoja para convertirla en cocaína. Estos irregulares sembrados existen en territorios declarados por el Estado como parques y reservas naturales.
Como vemos, la crisis del agua, hoy latente en Bogotá, con posibilidad de agravarse y llevar a situaciones no deseadas, como las enunciadas el 22 de octubre por el presidente Gustavo Petro (4), es ocasión inevitable para valorar todos y cada uno de los factores que la han propiciado, mirando pasado, presente y futuro. En esta valoración, la solución debe trascender el ámbito de cada poblador en particular, poniendo el ojo sobre los consumos de las grandes empresas y el acceso concesionado, que en muchas ocasiones tienen de fuentes de agua, a la par de abordar otros aspectos estructurales, entre ellos las proyecciones de crecimiento horizontal y vertical, trazados para la ciudad, y la posibilidad efectiva de aplicar límites.
Partiendo de que toda crisis abre oportunidades, no es conveniente quedarse en la coyuntura. Es indispensable abrir un debate profundo sobre la relación entre territorio, urbanización, crecimiento poblacional, infraestructura, bienes comunes, servicios públicos, estatización –sí o no– de recursos estratégicos, gobernanza, medio ambiente y mucho más. Se trata de la vida, la de nuestra especie y muchas otras, ninguna de las cuales puede ser ignorada sino, por el contrario, considerada y protegida a la hora del debate general que debiéramos encarar como sociedad, en este caso a partir de la crisis capitalina en curso, para que el futuro no nos llegue cargado de represas vacías, y ríos, humedales y otras fuentes de agua en estado de postración.
Es claro que, de no modificarse la actual crisis, ventilando y abordando en todos los espacios sociales la realidad del cambio climático, con las opciones posibles por desatar para que el mismo no se ahonde, como país veremos perdida la ocasión para avanzar en el propósito de superar la matriz energética de hoy, así como imposible de alcanzar el objetivo de soberanía alimentaria, la política de ciudades amables que debiera tramitarse como ley prioritaria en el Congreso de la república, y la posibilidad de irrumpir, según los pretendidos del gobierno nacional, en una política económica y ambiental de turismo ecológico, amable y no depredador de la naturaleza.
Agua, asunto de vida o muerte, y la muerte no debe imperar.
2. https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-61917457
3. https://watercommission.org/
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